Los para no ser menos
Casi todo en la vida puede ser perdonado. Algunas cosas más, algunas cosas menos. Pero en definitiva, casi todo puede ser perdonado. Los únicos que no tienen perdón son “Los para no ser menos”. O sea: el primer grupo de rock del barrio. Un desastre, un atentado, una masacre, una matanza, una catástrofe musical. Algo feo, doloroso, lamentable e insalubre. Sin miedo a equivocarme y como si le dijera que mañana el sol sale por el Este, puedo asegurar que “Los para no ser menos” es el peor grupo que ha dado la música en la historia de la humanidad; y quizás, estoy siendo piadoso, porque tendría que decir que se trata del mejor grupo que ha dado la música en la historia de la inhumanidad. Lo que ellos hacen es inhumano, lisa y llanamente inhumano; y no son merecedores de ningún perdón, ni humano, ni divino, ni diabólico.
“Los para no ser menos” armaron el grupo precisamente para no ser menos, porque según ellos: ¿Cómo puede ser posible que todos los barrios tengan un grupo de rock y El Nuestro no? Así pues, llegó la maldita hora en que se juntaron y así dejamos de ser los menos, cuando en realidad estábamos muy bien siendo los menos, los casi únicos, los poquitos, los bienaventurados. Se hizo todo lo que se pudo hacer para evitar que se formaran, pero no hubo caso. Primero se probó con la coima. Aceptaron la coima pero no cumplieron con sus partes. Hasta nos vimos obligados a recurrir a la amenaza y no hubo manera. Estaban decididos a no ser menos y lo lograron.
“Los para no ser menos” está integrado por: el Niño del viento en la batería; Alfredo Froido en el bajo; Norberto Suárez, el rey de los duendes, en la guitarra eléctrica y Lavandino en la voz.
Lo peor de todo, pero lo peor de todo, es que, cada uno por su cuenta y solito es un verdadero virtuoso, un genio sin par, un desmesurado intérprete. Comienzan a sonar en grupo y las cosas bellas de la vida pierden el sentido. La creación, el universo, la existencia, todo, absolutamente todo se vuelve un dolor de muelas en un día feriado y sin odontólogo que nos atienda. Y aunque no lo parezca, estoy siendo piadoso, porque tendría que añadir farmacias en huelga. He ahí otro infierno que no es católico.
El grupo de marras (y nunca supe lo que quiere decir marras pero se me ocurre que es una buena palabra para calmar a los intolerantes) ensayan en el fondo del taller mecánico de Edmundo Polinari, alias José Pérez, alias “autopartes dudosas”, alias “siempre un patrullero en el portón”, alias “actividades en la madrugada”. Y no se si saben leer entre líneas pero bueno. El hombre se tiene que ganar el pan. Y he aquí cuando digo que al Dios de los otros barrios se le escapó un par de detalles en su plan divino y misterioso de la creación; como por ejemplo: la boleta de la luz; gas natural; alumbrado, barrido y limpieza; agua; televisión por cable; alquileres; mutuales; jubilación privada; teléfono; la reparación de algún desperfecto en su automóvil; el pago de la patente; etc, etc, etc. Ergo: Dios se quedó corto con eso del sudor de la frente. Quizás para la próxima pueda limar estos detalles que, hoy por hoy, no son para nada relativos. O sino, dígale usted al tipo que le viene a cortar la luz que no se la corte porque en realidad pagar o no pagar el impuesto son más bien detalles relativos. ¿Sabe lo que dirá el tipo? Nada. Y le cortará la luz. Y si algo estoy esperando es que le corten la luz al taller de Edmundo Polinari. Así “Los para no ser menos” dejan de ensayar por algún tiempo. Con dos o tres eternidades me conformo.
Hemos logrado meterlos en el fondo del taller para que no molesten tanto, para salvaguardar al Barrio y al prójimo de la catástrofe que producen. Y en cierta manera, el cometido fue llevado a buen puerto. El único que naufragó fui yo. Debo presentarme religiosamente a cada uno de los ensayos o en caso contrario me la dan. Y cuando esos cuatro te la dan, te la dan con la misma furia de los que han sido ofendidos. O sea: “capote furioso con gallo”. La pena casi máxima. La pena máxima es perder la amistad. Sin embargo no es una pena eterna. Es una pena que apenas dura dos o tres días; una semana cuando mucho; y luego como si nada. Creo que de ahí viene el “amiguismo”.
… Y además hay que aplaudir. Si, señor. Además hay que aplaudir o se ofenden. ¡Y vaya que se ofenden! No importa lo que uno opine, critique o maldiga. Eso está permitido. Lo que no está permitido bajo ninguna circunstancia es no aplaudir. Y yo aplaudo y aplaudo y aplaudo porque ya estoy cansado de tanto capote furioso con gallo; a pesar de que no tendría que ser con gallo, porque con gallo es para cuando uno falta a los ensayos, pero bueno: así de crueles y malvados son; y en definitiva, me pagan con la misma moneda.
Cuando el Niño del viento se asume en calidad de músico, se hace llamar Ringo. Ringo Bonavena; y no está para nada equivocado. Algo de boxeo hay en su forma de tocar la batería. A veces, se cae de la banqueta y es cuando debo ir presto a rescatarlo del piso y devolverlo al asiento. Y ya en su puesto, me corre a los codazos mientras dice “Salí, salí”… y se entrega nuevamente a esa implacable paliza arrítmica que le da a los parches.
Alfredo Froido, el niño psicólogo, es el más intelectual de los cuatro a la hora de interpretar una cadena de notas. Algún crítico musical, de esos que nunca faltan, opinará que el estilo de Froido es más bien analítico que gestall, quizás un poquitin cognitivo, pero un poquitin nada más, como para volcar a la interpretación todos sus conocimientos estadísticos de la escala pentatónica. Digamos brutalmente que es un músico cerebral y medido. Toca, pero no se involucra; deja que los demás se explayen y de vez en cuando apoya para que cierren el acorde que no pueden cerrar. Siempre le busca el bemol a la nota. Los ensayos de Alfredito duran una hora.
Norberto Suárez, es el peor de todos. Llega a los ensayos con anteojos oscuros para sol y para la gente que le da asco. Se diría que practica para estrella de rock y quizás, quizás, quizás; aunque el dice que no, que lo hace para pasar desapercibido porque no debemos olvidar que es un duende; y más que un duende, es el rey de los duendes del Bosque Encantado. Ahora yo me pregunto: ¿Cómo hace esa cosita que apenas supera los 80 centímetros, peluda, con su conjuntito rojo y verde, que arrastra una enorme guitarra fucsia modelo Telecaster, que lleva anteojos para sol y para la gente que le da asco para pasar desapercibida? ¿Cómo hace? Voy a terminar pensando que es muy cierto eso que ya está practicando para estrella de rock. Y que nadie me venga con que está obligado por las circunstancias. Porque de última; y si quiere pasar desapercibido, que se tome un taxi. Y en cuanto a su música ni hablar. ¡Música!
Y he llegado al cantante, a la voz (y que Gardel y Sinatra lo perdone) a Lavandino. Lavandino no es la excepción a la regla; es la regla. Lisa y llanamente; sin más ni menos; de cabo a rabo; justamente. Lavandino canta bien, pero canta siempre lo mismo, en todos los temas, en todas las estrofas, en todos los estribillos. “Te amo, Detergenta. Te amo, Detergenta. Te amo, Detergente. Te amo, Detergenta”. Esas son sus letras. Todas. Y nada más.
Yo no se qué hacer. Si voy, me torturan con esa música. ¡Música!. Si no voy, capote furioso con gallo. Y no pasa por el hecho de que me duela el capote o me cause asco el gallo. Pasa porque siento que les rompo el corazón. Y no se. Son mis amiguitos. Quizás nunca lleguen a nada, que es lo más probable, o quizás si. Lo único que puedo asegurar, es que cuando tocan esos desastres imperdonables, esas matanzas, esos horrores, esas masacres musicales: les brillan los ojos y son felices.
De todas formas, iré a comprar algodones.