miércoles, 2 de julio de 2008

CAPITULO DIECISIETE

El eterno velorio de Vicenta

Vicenta no nació en El Barrio, pero cruzó “La frontera” mucho, mucho antes de mi nacimiento. O sea: mucho, mucho. Se cuenta que estuvo enamorada del General San Martín. En secreto, en silencio. Hombre casado y con hija. “Una no debe andar entrometiéndose en esas cosas”. Era mujer de otros tiempos. Sin embargo, perdió todas las esperanzas cuando el militar emprendió la campaña de los Andes. “¡Loco! ¡Cruzar la cordillera y en camilla! ¡Una no está para semejante mala sangre!” Así pues, mientras su amado cruzaba los Andes, Vicenta cruzaba la frontera. Que no es lo mismo.
Así como cualquiera de nosotros ofrece una fiesta en su casa, con gaseosas, tortas, globos, regalos sorpresas y música de Gabi, Fofo y Miliki, o en su defecto de los Bee Gees pero sin John Travolta, Vicenta ofrece su eterno velorio con el café más rico del universo. En serio. El más rico del universo.
A partir de las 18, 18:30 horas, aproximadamente, Vicenta abre las puertas de su hermosa casita rosa para que todos asistan a su velorio. ¿Requisitos? Llevar un jazmín. ¿La consigna? No llorar. Y eso es lógico. Vicenta no está muerta. Simplemente se hace la muerta. Muerta de amor.
Digamos que se trata de un velorio muy producido. Cajón de ébano con detalles de marfil e incrustaciones de oro. Todo un lujo. Piso meticulosamente encerado y paredes del color de la piel del durazno (si es que el durazno tiene piel). Luces tenues y música agradable. ¡Vamos, que velorios así no se encuentran por ningún lado!
Vicenta no necesita de maquillajes para ofrecer una imagen placentera. Mamá dice que Vicenta conserva la apariencia de los veinte (como mi Mamá) y que apenas le hace falta un poco de rubor para realzar el color de las mejillas. Menester que Vicenta no duda en poner en práctica, pues se trata de una mujer muy coqueta. Aun en su eterno velorio.
Luce un vestido largo, blanco y radiante, como el que usaba Mariquita cuando entonó el himno por primera vez. Que dicho sea de paso, Mariquita nunca falta al eterno velorio de Vicenta. Y no se preocupen, tampoco se le da por entonar ningún himno. Eso si, de vez en cuando se entrega a tararear “El país del revés” de Maria Elena Walsh. Mariquita es la que sirve el café.
Vicenta tiene el cabello rubio, largo y lacio. “Llovido” dirían algunos escritores rebuscados, como si la lluvia fuese sinónimo de crecimiento capilar o algo por el estilo. Me cabe acotar que Vicenta usa involuntariamente el cabello como escoba, pues lo tiene tan, tan largo que lo arrastra por el piso. De ahí el encerado tan meticuloso.
La rutina es exactamente la misma todos los santísimos días. Abre las puertas de su hermosa casita rosa y luego se mete en el cajón. Cruza las manos sobre sus pechos, cierra los ojos y comienza el velorio. Los días hábiles durara hasta las dos, tres de la mañana. Los fines de semana, suele durar hasta pasada las cinco. Durante los feriados “Sanmartinianos” Vicenta no atiende. Es comprensible.
Y así pues, va llegando la gente. Jazmín en mano, saludo en boca.
-Buenas tardes, Vicenta.
-Buenas tardes, Don panadero. El café esta en la cocina.
-Muchas gracias, Vicenta.
-De nada, Don panadero.
Y la casita de Vicenta se llena de vecinos y de no tan vecinos y de los que viven más allá de los no tan vecinos. Van todos. O sea, vamos todos. Y nadie llora. Y eso es lógico, porque Vicenta no está muerta. Se hace la muerta. Muerta de amor.
Pero claro está. Los recién llegados al Barrio cuando asisten por primera vez al velorio de Vicente, son los únicos que rompen en llantos al ver a tan joven y bella mujercita metida en el cajón. Entonces pues, Vicenta se ve en la obligación de abandonar la actuación y poner las cosas en su lugar.
-No sea tonto, hombre. No estoy muerta. Me hago la muerta. Muerta de amor.
Ya las cosas en su lugar, Vicenta le ofrece un café, un pedazo de torta y vuelve al cajón. ¡Y que el velorio continúe!
Y si. Se han producido algunos sustos. Y precisamente por desprevenidos. Es comprensible. Usted está llorando por esa joven en el cajón… ¡y de pronto! esa joven se incorpora y se le viene para darle explicaciones. Susto seguro y un buen motivo que nos hará despanzar de la risa. Rogamos por la proliferación de desprevenidos.
El eterno velorio de Vicenta para nosotros es agradable. De hecho, no es un velorio. Mas bien es un motivo para acompañar a Vicenta en lo que supongo serán sus horas de soledad.
A veces se cansa de estar acostada y se levanta y nos cuenta historias no oficiales de aquellos que hoy son próceres y Mariquita corrobora y nos sirve el café mas rico del universo y aprendemos la verdad que a los libros de historia parece perjudicar.
A veces se queda dormida.
Algunos opinan que el eterno velorio de Vicenta se trata de una inofensiva estrategia para mantener su economía. Vicenta es dueña de la florería de la esquina. La que vende únicamente jazmines. Mucho no nos importa. El eterno velorio es agradable.
Pero si debo ser sincero, confesaré que nunca he estado en un velorio de verdad. Ya lo saben, por este Barrio espectacular nadie muere. Simplemente llegan o nacen y luego están, y están, y están, y están. Y cuando digo están, digo estamos. Y si me preguntan por cementerios, me veré obligado a decir que en El Barrio no hay cementerios. Apenas hay uno y es muy pequeño. Está a la par del Bosque Encantado y en ese cementerio encontraran una tumba nada más. La de mi abuela Laura.
La otra noche ocurrió algo insólito y conmovedor en el eterno velorio de Vicenta.
Aburrido de estar en el techo de mi casa contemplando el cosmos y el trafico inagotable de naves espaciales extraterrestres con destino a vaya saber donde, me dije: “¿Y si nos vamos a tomar un cafecito a lo de Vicenta, así me olvido de tanta navecita tonta que no me deja ver las estrellas?”. “¡Bien!” Me respondí. “¡Vamos!”Y hacia allá fui. Con permiso de Papá y Mamá.
El velorio estaba como siempre. Agradable. Los pisos encerados, las paredes con su color tradicional (Si es que existe el color tradicional) las luces tenues, música placentera (Me dijeron que se llama Música Lounge) Mariquita sirviendo el café a la concurrencia y Vicenta metida en su cajón de ébano con detalles de marfil e incrustaciones de oro. Todo un lujo.
A eso de las 22, 22 y un par de minutos, ingresó al velorio un hombre de mediana estatura. Traía atuendos oscuros y gruesos, botas de montar y un sable. Sus ojos eran nobles, su perfil aguileño y toda su humanidad presentaba el síntoma de los que acaban de cruzar “La frontera” guiados por el croto del pañuelo afgano. ¡Qué cambalache!
-He llegado tarde- Exclamó con un hilo de voz al ver a Vicenta en el cajón y casi se derrumba de rodillas al piso. (Meticulosamente encerado)
Al escuchar esas palabras, Vicenta abrió los ojos y sus pestañas hicieron “Plink” Inmediatamente se incorporó de su cajón para luego caminar hasta el hombre.
-¡Por la camilla que me cruzó los Andes y el bueno de Cabral! El amor la ha resucitado.
-No sea tonto, mi General. No estaba muerta. Me hacia la muerta. Muerta de amor.
-No me diga General, Vicenta mía. Dígame José.
Y se encontraron en un abrazo que se prolongó por una eternidad de cuatro o cinco minutos. Más o menos. Luego el hombre le besó la frente y ella suspiró.
-Estoy cansado, Vicenta. Estoy cansado...
-Aquí podrá descansar, mi José.
-Todos los años me recuerdan y me nacen y me mandan a las batallas y al frío de los Andes y me hacen morir en tierras lejanas y me llevan flores a todas esas estatuas que no soy yo. Yo soy este, Vicenta, este que ha venido por usted.
-Quédese tranquilo, José. Todo eso ya pasó. Aquí podrá vivir como un hombre...
-Gracias, Vicenta.
-De nada, José.
Y eso fue lo que pasó la otra noche en el eterno velorio de Vicenta.
Hoy, José atiende la florería de la esquina y de vez en cuando nos cuenta la historia no oficial de aquellas victorias. Cosa que a la maestra no le agrada ni medio, pero ante semejante fuente fidedigna mucho que no puede protestar.
Y en cuanto al eterno velorio de Vicenta...Bueno, ahí sigue. Como todas las cosas agradables que suceden en el barrio.