miércoles, 2 de julio de 2008

CAPITULO DIECIOCHO

Chelo Gómez, el mejor detective de todos los tiempos y su casi primer caso.
Imposible de atrapar.
¿Afinada o desafinada?

Era sábado. Si insisten por saber la hora me veo obligado a decir que quizás eran las nueve de la mañana. O sea, no estábamos en la escuela, ¡alabado sea el Niño del viento!, ni trabajando haciendo de enanos para el querido Papa Noel. Por consiguiente, jugábamos un buen picado en la cancha de básquet del nunca bien ponderado club 20/21. Club que ostenta el orgullo de haber participado en casi todas las disciplinas deportivas y no haber ganado ninguna. Salvo, claro está, el último puesto.
Cuando digo que jugábamos un buen picado en la cancha de básquet, digo “picado” en el sentido fútbol. Circunstancia mal vista por los miembros más fundamentalistas de la comisión directiva. Y eso es absolutamente comprensible. La cancha de básquet era para jugar básquet, en tanto que la cancha de fútbol...Bueno. La ocupaban los grandotes de 14 años. Tipos de pocas pulgas que nos habían corrido a las patadas y que casualmente ostentaban la impunidad de ser los hijos y/o nietos de los miembros más fundamentalistas de la comisión directiva.
Entonces pues, ahí estábamos esa calida mañana de sábado sin escuela, todas las alabanzas sean para el Niño del viento, entre caño que viene, full que va, gol que viene, full que va, cuando ingresaron al complejo deportivo cuatro policías uniformados. Tres agentes y el mismísimo comisario.
Simón Templar, el niño ladrón, vio a los guardianes de la ley y se puso tan blanco como esa cosa a la que llaman nieve y que por el barrio tiene prohibido caer, porque en el barrio solo puede reinar el clima calido, agradable, placentero, sublime y etc. Simón Templar no lo pensó dos veces. Yo creo que ni lo pensó. Tomó impulso y se despegó del suelo. Atravesó las chapas del tinglado y voló hacia su escondite secreto. El campanario de la iglesia San José de Los silbidos. El comisario sacudió la cabeza para luego suspirar con resignación y tras unos segundos, infló su pecho de mastodonte adornado de insignias y con su voz de trueno pronunció un sobrenombre seguido por un apellido.
-Chelo Gómez.
-Presente.-Respondió el niño haciendo uso del mismo tono que ponía en práctica cuando la maestra tomaba asistencia. Inmediatamente advirtió: -pero sepa usted que mamá me dio permiso para venir.
El niño y el oficial cruzaron miradas extrañas. Muy extrañas. Se estaban midiendo.
-¿Es usted el mismo Chelo Gómez que en el futuro se lo conocerá como el detective mas genial de todos los tiempos?
-El mismo.
-Entonces, le vengo a traer el primer caso de su impecable carrera. Homicidio.
-¡¿Homicidio?!
-Eso es lo que suponemos, “Sir” Gómez.
-¿Y quién es la victima?
-El famosísimo músico Juan Amadeus Beck. Fue encontrado en su residencia con una nota Mi clavada en el corazón. El ángulo que presenta el arma descarta toda posibilidad de suicidio. La cuestión es que en la residencia nadie vio y escuchó nada. Y peor aun...
-¿Qué será?
- Juan Amadeus Beck tenía la costumbre de encerrarse en su hermético estudio-dormitorio a eso de las 23 Hs. Echaba llave por dentro y se entregaba al piano hasta la una. Luego se dormía y a las ocho de la mañana lo despertaba el mayordomo que golpeaba la puerta hasta ser atendido por el señor Beck.
-Y es obvio que hoy no fue atendido. Pero lo extraño del caso es que la puerta estaba cerrada con llave y la llave en la cerradura. Y estamos hablando de un cuarto hermético…
-Supone muy bien, “Sir” Gómez.
-Previsible, mi querido comisario. Previsible.
-Estamos desconcertados.-Confesó la autoridad policial y se quedó sin palabras.
-Dígame, comisario: ¿La supuesta nota MI, está afinada o desafinada?-Consultó el niño con cierto sarcasmo en la voz.
-Afinadísima. –Aseguró el policía con la determinación de los expertos.
-¿Y cómo lo sabe? ¿Acaso usted es músico?
El comisario puso en evidencia una escandalosa perturbación. Aclaró la garganta y le cruzó al niño una mirada casi feroz. Algo así como “¡Ya te voy a dar!”
-En otras épocas supe tocar la guitarra.- Confesó el policía.
Esas palabras provocaron en el diminuto detective una sonrisa radiante. Ese tipo de sonrisas que son previas a la burla. Sin embargo, se hizo el que no entendió muy bien e insistió.
-¿Cómo dijo?
-Que en otras épocas supe tocar la guitarra.
-¿Y qué estilo si se puede saber?
-Rock.
-¡¿Rock?!-Exclamó el niño y dio unos saltitos embargado por el entusiasmo. Estaba fascinado.
-Pero eso fue en otras épocas. Y fue cuando vivía en “Los otros barrios”...
-Comprendo, comprendo. Pecados del pasado. Puntos negros que le dicen. Pero no se haga ningún problema. Esa historia no saldrá de acá. Quedará cubierta por el piadoso manto del olvido. Será un secreto entre usted...y todos nosotros.
Los cuales éramos muchos. Y eso sin contar a los tres agentes y un curioso de la comisión directiva. Que para colmo de males era el encargado de la prensa.
-Voy a necesitar un ayudante.-Advirtió el niño.
-¿Un ayudante?
-Un Watson para que en el futuro cuente mis hazañas. ¡Waltercito!
Y era obvio que me iba a elegir. ¿Por qué? Caprichos de genios. O mejor dicho, por una cuestión practica. Yo estaba mas cerca.
El comisario dio un golpe de palmas y apuró los trámites.
-¡Vamos que el muerto espera!
Pero “El Chelo Gómez” se detuvo como si hubiese chocado contra un vidrio muy, muy grueso y de tan limpio, invisible.
-Un momento. –Pidió con voz temblorosa. –Es muy importante para mi integridad emocional conocer un detalle.
-¿Cuál?
-Debo saber si en la escena del crimen hay sangre.
-Por supuesto.-Respondió el comisario.
Y el futuro detective más genial de todos los tiempos, puso los ojos en blanco y se desmayó.
Y ese fue el primero de todos los desmayos que sufriría el niño cada vez que tomaría un caso en el cual estaba involucrada la sangre. O sea, siempre. Excentricidades de todo
buen investigador.


Lo corroboraba Mozart.

Pongamos las cosas en su lugar. La Mansión Beck no estaba edificada completamente en Nuestro Hermoso Barrio. Ocupaba, eso si, un punto de convergencia entre El Barrio, La frontera y los otros barrios. A ese punto en cuestión, único en todo el universo, se lo conocía precisamente como “Punto único en todo el universo” o “Punto central del triangulo de la cartografía imaginaria” o “A Dios se le escapó un detalle” o “La Mansión Beck”. Ustedes deciden.
Sigamos poniendo las cosas en su lugar. Juan Amadeus Beck, no era un vecino del Barrio, era más bien un “triple habitante”. ¿Triple habitante? ¡Claro! Más bien, ¡Obvio! Su vida la pasaba entre nuestro Hermoso Barrio, La frontera y los otros barrios. O sea, la pasaba en su mansión. ¿Y por qué? Bueno, principalmente porque la mansión estaba construida sobre “el punto único en todo el universo” y porque era músico, que es lo mismo que decir excéntrico. (Excéntrico si no tenemos en cuenta las afirmaciones de los borrachines del club 20/21 los cuales sostienen que “El punto único en todo el universo” es el mismísimo centro del universo. A mi me parece un delirio redundante, ya que todo sabemos que el centro del universo es mi casa. Mas precisamente, mi cuarto) Juan Amadeus Beck, únicamente abandonaba la residencia para brindar sus conciertos o… para ir a cenar a los lujosos restaurantes de los otros barrios en compañía de una bella y misteriosa joven… ¡Oh! No daré mas detalles.
Ahora bien: ¿Es necesario repasar el genio y la figura de tan famosísimo y excelso músico? Digo: ¿Es necesario hablar sobre alguien que todo el mundo conoce? Si. Mientras siga habiendo desprevenidos la obviedad no nos estará permitida. (Mmm)
Juan Amadeus Beck era el músico más genial de todos los tiempos. Así nomás y sin tantas vueltas. Genial. De todos los tiempos. Para muchos; y entre ellos figuran los borrachines del club 20/21, tamaña virtud era la consecuencia de un pacto con el diablo. Para otros, y extrañamente también figuran los mismos borrachines del club, el diablo no existe antes del segundo vaso de vino tinto. Por consiguiente, tamaña virtud se debía a un buen instituto (Privado) de música. Y que no se entienda privado por carente. No, no. Me refiero a instituto privado igual a una cuota exageradísima. Para los más, la genialidad de Juan Amadeus Beck ya la traía de nacimiento. Hasta se cuenta que de bebé, solito se cantaba “El arrorró” con voz afinadita y dulce. Un prodigio, el niño.
Si. Juan Amadeus Beck era el músico más genial de todos los tiempos. Lo corroboraba Mozart, que vive en el barrio e integra la sagrada comunidad de los borrachines del club de mis amores.
-Beck, es el músico más genial de todos los tiempos. –Supo afirmar Mozart durante un partido de truco.
-¿Qué? –le preguntó Beethoven llevándose a la oreja izquierda un extraño instrumento con forma de trompeta.
-¡Que todos los sor…! Dejalo ahí, Ludwig.
Mozart no había querido caer la vulgaridad de un chiste fácil. Ya le aburría. Igualmente todos nos reímos.
Si. Juan Amadeus Beck fue el músico más genial de todos los tiempos. Por consiguiente, su influencia abarcaba el mundo entero. La música en general dependía y vivía a la expectativa de los giros y ocurrencias de Juan Amadeus y... ¡Oh! Estoy dando demasiados detalles.
El comisario nos llevó en su patrullero y justo cuando llegábamos a la mansión Beck, Chelo Gómez volvía en si. Miró el panorama, dibujó un gesto grave y dijo:
-Me duele la rodilla derecha.
-¿Y eso qué quiere decir? –Le consultó el comisario. -¿Acaso se trata de alguna extraña advertencia premonitoria relacionada con lo que pudiera llegar a descubrir en la mansión?
-Nada de eso. Waltercito me hizo un full.
Y me clavó una mirada como diciendo “¡Ya te voy a dar!”

La dama sin rostro.
.
Los niños que hemos nacido en El Barrio no nos gusta ni un pelo el punto central del triangulo de la cartografía imaginaria. Está bien, está bien. Admito en nombre de todos nosotros, los niños del Barrio, que nos posee cierta xenofobia que puede caer mal a la vista de cualquiera, pero... ¡Qué va! ¡No nos gusta y se acabó!
Entonces pues, Chelo Gómez y yo nos encontrábamos bastante incómodos y tensos. Supongo que nuestras narices dibujaban ese gesto tan particular de estar oliendo algo feo. Si, si. Algo feo que nada tenía que ver con el caso, sino con nuestra comprensible y sempiterna xenofobia.
La mansión Beck era grande y blanca. ¿Acaso quieren mas detalles? ¡Vamos! ¡Si ya todos conocemos la mansión! Es esa a la que en cierta manera envidia hasta el más pío. ¿Insisten por más detalles? Daré mas detalles. Grande, blanca y bonita. ¡¿Más detalles?! Que soy niño, no arquitecto.
El parque era hermoso. Un césped muy prolijo y cuidado por un esmerado jardinero; pinos, rosales, fuentes, glorietas y estatuas. Las estatuas representaban a jóvenes mujeres en largos vestidos de doncellas. Un detalle me llamó la atención. Ninguna tenía rostro. Como si el escultor se hubiese olvidado de los ojos, las narices, las bocas y todo lo que constituye una cara. Esas imágenes no me gustaron ni medio. Y en tren de cosas que no me gustaron, debo decir que no me gustó que tan bello jardín estuviera invadido por patrulleros y policías de los otros barrios. Esas personas se veían bastante consternadas. No tanto por el crimen, sino porque no estaban acostumbradas a los aires de tan insólito territorio.
Tres hombres en sus trajes oscuros que parecían políticos antes que policías, vinieron a nuestro encuentro y le estrecharon la mano al comisario.
-¿Es el niño del que usted tanto nos habló?
-Si, inspector.
-¿Y el otro?
-El ayudante.
-Digamos que son Holmes y Watson. Veremos lo que pueden hacer. Por nuestra parte, ya estamos considerando que se tratará de otro típico caso destinado al archivo y sin resolver. Eso sin tener en cuenta lo fantástico de las circunstancias y el lugar que nos rodea.
-Lo puedo comprender, inspector. –Dijo el comisario. –No se olvide que yo provengo de su...de su mundo. Por lo tanto me puedo hacer una idea de lo extraño que le resultará todo esto.
-¡Ni que lo diga! No veo la hora de irme. Estos lugares no están hechos para mí...
“Loco”, pensé. No sabe lo que se pierde.
Instantes después, ingresábamos a la mansión. ¡Por el Niño del viento! ¡Qué lujo! ¡Qué buen gusto! ¡Qué enormidad! ¡Qué derroche! ¡Qué atentado a la austeridad! Aquello no era una mansión, era un palacio. Hecho y derecho y con todas las letras. Palacio. Pisos y escaleras de mármol, paredes revestidas en cerámico veneciano, pesadas cortinas de terciopelo, muebles de oscuro ébano y puertas tan grandes y altas como casitas de barrios, ya sean casitas de Nuestro Barrio o de los otros. Había pianos de cola por todas partes, oscuros, brillantes y solemnes. Y los cuadros. ¡Oh, los cuadros! Eran gigantes.
Chelo y yo quedamos extasiados ante la contemplación de aquellos cuadros de temática recurrente. Todos mostraban a una joven mujer en un elegante y largo vestido de tela costosa. Se la veía tocando el piano o ya el clavicordio o ya el oboe o ya cualquier otro instrumento noble. Jamás una guitarra eléctrica, ni mucho menos un sampler. El mismo detalle de las estatuas se repetía en los cuadros. Esa mujer no tenía rostro.
-Señor comisario, ¿podría llamar al mayordomo?- le pidió el niño.
-Por supuesto, “Sir” Gómez.
Acto seguido, el corpulento comisario nos abandonó para ir en busca del máximo empleado de la mansión.
-¿Qué pensas? –le pregunté a mi compañerito. -¿Para vos fue el mayordomo? Siempre es el mayordomo.
-No, Waltercito.-Me respondió –Fue esa mujer.
Y señaló un cuadro y me recorrió un escalofrío por toda la espalda.
En ese instante, el comisario regresó acompañado por el mayordomo. Un hombre muy, muy viejo y muy, muy alto. Hubo un protocolo de identificación y el niño detective comenzó a interrogar.
-¿El señor Beck tenia alguna...alguna compañera?
-Como todos saben, el señor Beck era un soltero empedernido. Pero respondiendo específicamente a su pregunta, niño; el señor Beck tenía una compañera.
-¿Una o varias?
-Una.
-¿Lo puede asegurar?
-Se lo juro por Dios.
“¡Blasfemo!” Pensé. Nuestras miradas lo fulminaron. Percatándose del detalle, el mayordomo se golpeó la frente.
-Perdonen-Dijo-Lo juro por el Niño del viento.
Así estaba mejor.
-¿Quién era esa mujer?
-Nadie lo sabe.
-¡¿Nadie lo sabe?!
-Nadie lo sabe, niño. Cuando la dama visitaba la mansión, el mismísimo señor Beck se encargaba de recibirla y atenderla. Ese día se nos advertía sobre la visita a producirse y nosotros abandonábamos nuestras obligaciones mucho antes de lo habitual. Lo insólito del caso es que la dama jamás tocaba el timbre ni golpeaba la puerta. Cuando nos queríamos acordar la dama ya estaba en el estudio-dormitorio del señor Beck.
-¿Cómo se daban cuenta de la presencia de la dama?
-Por las conversaciones y también por las composiciones.
-¿Cómo es eso?-Intervine.
-Cada vez que la dama se encontraba en la habitación, el señor Beck componía una página nueva. La cual no podía ser otra cosa más que sublime.
-Interesante, muy interesante. –Opinó mi compañerito.- ¿En algún momento tuvo oportunidad de ver a la dama?
-Un par de veces. Pero de lejos...
-Escondido, digamos.
-Escondido, niño. El señor Beck no permitía que la servidumbre se cruzara con la dama. Igualmente, la pude ver un par de veces. Más bien, unas cuantas veces.
-Muchas.
-Muchas. Y eso sucedía cada vez que el señor Beck y la dama salían a cenar a los otros barrios.
-Debo suponer que era una mujer muy bella.
-Bellísima, niño. Bellísima.
-Previsible, mi querido mayordomo. Previsible. Un artista del talante de Juan Amadeus Beck nunca se hubiera hecho acompañar por una dama...una dama…
-¿Fulera?-Arriesgué.
-Digamos que si. Y menos por los otros barrios. Ya todos sabemos los prejuicios que existen por allá.
Entonces, el diminuto detective señaló uno de los cuadros y preguntó:
-¿Es esa la dama?
-Imposible, niño. Esos cuadros fueron mandados a pintar por el abuelo del señor Juan Amadeus Beck. La dama de la que veníamos hablando no supera los veinte años. Aunque ahora que lo pienso...
Y el mayordomo se interrumpió para caer en la reflexión. Una grave reflexión.
-¿Qué?-Lo apuró mi compañerito.
-El señor Beck hace cinco años que se encuentra con esta dama; y esta dama, hace cinco años que tiene la misma apariencia. Exactamente la misma apariencia
-Interesante. Muy interesante. –Aseguró el niño detective y lo vi con ganas de dar unos saltitos ante su propio entusiasmo.- ¿Podría decirme si la dama estuvo anoche?
-El señor Beck no nos anunció la llegada de la dama, ni se escucharon conversaciones, ni una nueva composición. En teoría, no estuvo.
- En teoría.-Recalcó el niño.
Y acto seguido, nos llevaron al estudio-dormitorio del señor Beck.

Ojos que fueron cerrados.

Subimos por unas escaleras de mármol blanco inmaculado y recorrimos unos largos corredores tan anchos como la cancha de básquet del club 20/21. Atravesamos tres salones inmensos poblados por espejos y volvimos a subir por otras escaleras idénticas a las anteriores. Cruzamos la biblioteca mas grande que vi en mi vida y cuando me estaba cansando, llegamos a los aposentos de Juan Amadeus Beck.
Primero ingresó el mayordomo, a continuación el comisario, luego mi compañerito y por último yo. Cuando todos estábamos adentro, el mayordomo cerró la puerta. A mi me temblaron las rodillas. Era la primera vez que veía a un muerto. A un muerto de verdad. A un muerto de los otros barrios. ¿Ya dije que me temblaron las rodillas?
Ahí estaba el cuerpo sin vida del músico más excelso. Yacía boca arriba en el centro de la habitación con la nota MI clavada en el corazón. Habrá tenido la edad de Papá. Entre 25 y 29 años. O por lo menos esa apariencia. Su pelo era largo y revuelto. Tenía puesto un traje oscuro sobre un cuerpo atlético y largo, una camisa blanca ya manchada de sangre, una corbata marrón oscuro y un buen par de zapatos negros. Chelito se acercó al cuerpo. Se acercó demasiado, se acercó bastante y le admiré la valentía. Lo contempló con rostro de niño detective inmutable. Fue cuando supe que tenia la pasta suficiente para el oficio que había elegido. Luego miró al comisario y le preguntó:
-¿Quién tuvo la piedad de cerrarle los ojos? ¿Usted o alguno de sus hombres?
-Ninguno de nosotros.
-¿Habrá sido usted, señor mayordomo?
-No, niño. Lo encontré con los ojos cerrados.
-Entonces, la asesina fue quien le cerró los ojos.
El comisario intentó dibujar una sonrisa, pero no pudo. Digamos que estaba confundido, consternado y escandalizado.
-¿Por qué dice que se trata de una asesina? ¿Por qué dice que fue ella quien le cerró los ojos? ¿Por qué dice todo lo que dice?
-El arma despide perfume muy caro de mujer. ¿Acaso no lo notaron?
El comisario se puso colorado.
-Los músculos del rostro forman un gesto que no es consecuente con los ojos cerrados. Ese es el gesto de la sorpresa mortal. Tendrían que estar abiertos. Por consiguiente, la asesina tuvo la piedad de cerrarle los ojos. ¿Este acto de piedad le dice algo señor comisario?
-Que la victima y la supuesta asesina eran íntimos. Había un aprecio.
-No está del todo equivocado, mí querido comisario. Sin embargo, yo diría una especie de respeto antes que afecto.
Acto seguido, mi compañerito contempló el entorno. Aunque la habitación no era desmesurada como todo lo que había en la residencia, estábamos en un lugar bastante amplio y cómodo. Quizás se trataba del cuarto más austero. Una cama de dos plazas que prometía dulces sueños y que se hallaba meticulosamente tendida. Un escritorio contra una pared sobre el cual no había nada. Un piano de cola con la tapa baja y el atril ocupado por algunas partituras. Un enorme cuadro en la pared opuesta al escritorio con la imagen de la joven mujer pero dando la espalda y la falta absoluta de ventanas.
-Supongo que ya habrán buscado alguna puerta secreta que se comunique con algún pasadizo o esas cosas por el estilo. –arriesgó el niño.
-Fue lo primero que hicimos.-Aseguró el comisario.
-Nunca ha habido algo así en toda la mansión. -Aseguró el mayordomo.
-Eso hubiera explicado el enigma.-Opinó el policía.
-De todas formas, de haberlo habido, a esa dama no le hubiese hecho falta.-Declaró el pequeño detective.
Y, ¡por nuestro Niño del viento! tuve la espantosa impresión de que la dama del cuadro había movido la cabeza para mirarnos por sobre su hombro izquierdo. Me estremecí y ella siguió dándonos la plenitud de su espalda. Ya me quería ir.
-Dígame, señor mayordomo, ¿Cuánto hace que usted trabaja para el señor Beck?
-Desde hace mucho tiempo. Comencé como mayordomo con los padres del señor Juan Amadeus...
-¿Usted conoció al abuelo del señor Beck?
-Si, niño.
-¿Se podría decir que fue el abuelo quien le inculcó la pasión por la música al señor Beck?
-Se lo puedo asegurar. De hecho, el padre de Juan Amadeus Beck, no estaba para nada de acuerdo.
-¿Por qué?
El mayordomo se encogió de hombros.
-Supongo, que el padre del señor Beck pretendía para su hijo un oficio muy distinto al que el abuelo le inculcaba.
-Interesante. Muy interesante. Ahora, conociéndolo usted al señor Beck, digamos, desde que lo vio nacer, ¿podría decirme en qué lugar el señor guardaba su diario intimo?
Y el mayordomo señaló uno de los cajones del escritorio.
-Muchas gracias, señor mayordomo. Ha sido usted muy amable. Si desea regresar a sus actividades puede hacerlo sin ningún inconveniente. Y usted, señor comisario, si quiere mandar a retirar el cuerpo, Waltercito se lo agradecerá de todo corazón.
Y el niño estaba en lo cierto. Quizás para mayor tranquilidad de quien esto cuenta, también tendrían que haber retirado ese enorme cuadro con la mujer que nos daba su espalda. Su inquietante indiferencia.

¡Oh, Dioses del triangulo!

Ya sin el cuerpo de quien había sido Juan Amadeus Beck, el comisario y yo mirábamos con expectativa al niño detective que se hallaba frente al escritorio. Parecía no querer abrir el cajón. Quizás no se atrevía. Pero de pronto lo hizo.
Entonces, extrajo un grueso diario íntimo. Sus tapas eran de cuero negro ya gastado.
Al Chelito Gómez se lo conocía en la escuela por lo desastroso para la lectura. A veces tardaba toda una clase para leer un párrafo de 10 líneas con 32 caracteres por línea. En esas ocasiones, hasta la maestra se dormía. Sin embargo, aquella mañana, el niño me dejó boquiabierto. Al comisario también. Supongo que como niño, el Chelito se mantenía fiel a su condición de niño desastroso. Pero cuando debía asumir la postura de detective, se le encendían todas las luces y sin la intermitencia del arbolito de navidad. Y hablando de navidad... ¡Oh! No me adelantaré a los hechos.
Mi compañerito, abrió el diario en las primeras páginas y las pasó a una velocidad increíble. Cerró el diario y los ojos y se mantuvo así durante unos nueve o diez segundos. Luego abrió los ojos y le entregó el diario al comisario.
-Es lo que pensaba.-Declaró.
-¡¿Pero qué pensaba?! –Le inquirió el policía.
-¡Que fue ella!-Acusó el niño señalando el cuadro.
-¿Y por qué?, ¿cómo?, ¿cuándo? ¡¿Y quién es esa mujer en realidad?! Quiero respuestas, Chelito, quiero respuestas…
Evidentemente al comisario se le había olvidado eso de “Sir” Gómez.
-Ya se las doy. Ya se las doy. Pero vayamos por parte, así podremos conformar ese todo que le develará la verdad. De todas maneras, ni soñemos con atraparla.
No hubo comentarios, ni replicas, ni acotaciones.
-El diario comienza en la infancia. Y bueno. Todo es bastante… infantil. Salvo, claro está, la insistencia del abuelo para que el niño se hiciera músico aprovechando su talento natural. Según el diario, el padre lo pretendía ingeniero agrónomo; la madre: hijo por siempre. Esa insistencia duró hasta que el abuelo falleció, aproximadamente cuando Juan Amadeus tenía 12 años. Sin embargo, Juan Amadeus ya era todo un genio según los oídos de los más entendidos. No así para el mismo. Según su puño y letra, le faltaba algo. Algo importantísimo que lo convertiría en el músico más genial de todos los tiempos. Algo que su mismísimo abuelo supo conocer, pero que se le presentaba de espalda o en su defecto… sin rostro.
Yo estaba mudo de espanto. Y el comisario también. Sin embargo, el policía podía verificar en el diario lo que contaba mi compañerito. Cosa que yo no hubiese podido.
-Ahora bien, ¿qué era ese “algo” mas allá de lo que todos podemos llegar a sospechar? ¿La musa inspiradora? ¡¿El diablo quizás?! Huy, huy, huy. ¿Qué era? Juan Amadeus Beck, siguió insistiendo, se siguió perfeccionando para congraciar a...ese “Algo”. El tiempo fue pasando de la forma implacable con la que pasa en los otros barrios y Juan Amadeus se fue quedando solo. Ahora, señor comisario, usted podrá leer en cientos de páginas las mismas lamentaciones y obsesiones:
“Me esfuerzo y me esfuerzo y ella no viene. Si tan solo lo hiciese de la manera que se le presentaba a mi abuelo, de espalda, mi mente quedaría en paz. Pero ni siquiera así. No viene. No me quiere. No estoy apto. Debo seguir con el piano hasta caer desmayado. Hasta que mis dedos ardan de dolor y aun insistir. Solamente ella podrá constatar mi genialidad. Mientras tanto, soy tan mediocre como esos sordos que me proclaman virtuoso.”
-Todas esas páginas hablan de un esfuerzo conmovedor, pero principalmente hablan de una obsesión terrorífica. Hace cinco años, esa obsesión fue recompensada. Ella se presentó ante Juan Amadeus Beck.
El pequeño detective le dio al comisario el número de una página y el policía verificó.
-En esa página podrá leer, aproximadamente, lo siguiente: “¡Por el Dios de los otros barrios y por el croto del pañuelo afgano de La frontera y por el Niño del viento! ¡Ella se presentó! Y no lo hizo ni de espalda ni sin su rostro. ¡Era ella! ¡Oh, Dioses del triangulo! ¡Cuánto sacrificio! ¡Cuánta soledad y renuncia para que al fin cayera sobre mí la bendición de su presencia!
“Estaba en este cuarto encerrado con llave, componiendo un adagio a mi tristeza, cuando su repentina aparición me provocó un susto de muerte. La emoción fue tal, que mis intrigas se exoneraron. ¡Qué me importaba saber como había hecho para entrar! Lo había hecho y punto. Su magia. Su magia inigualable. Me había aceptado, me había aprobado. Entonces pues, yo era el elegido. Mi abuelo estaba en lo cierto. -Si ella se presenta mostrando su rostro, significará que eres el músico más genial de todos los tiempos. Así cuentan los brujos más poderosos.
-Juan Amadeus Beck, describe a la mujer como joven y radiante. Por supuesto, todo entre signos de admiración y exclamaciones de tinte romántico. Rubia, de ojos verdes. Hermosa en definitiva. Envuelta en un largo y pesado manto negro bastante monástico.
-Esas cosas me dan miedo-Confesé-Especialmente lo monástico.
-A mi también.-Admitió Chelito.
-Y a mí. –Se sumó el comisario.
-Gracias al diario, podemos saber que en ese primer encuentro no hubo un gran intercambio de palabras. Juan Amadeus se entregó de inmediato al piano para componer una obra magistral. “El encuentro mágico” ¿La escuchó, señor comisario?
-Si.
-¿Qué tal?
-Magistral, precisamente.
-Una vez terminada esa obra magistral, la joven dama le indicó a nuestro músico de marras el día y la hora en que volvería a visitarlo y se esfumó.
-¿Qué significa “marras”?-Pregunté.
-No lo se, Waltercito. Pero se me ocurre que sirve para que los intolerantes de las palabras repetidas no se aburran.
-¿Y “esfumó”?
-Algo así como que desapareció en el aire.
-¡Ay, por el Niño del viento! –Y soplé para invocar su diminuta protección. La cual no parece, pero es mucha.
-Ese entusiasmo que embargaba al músico...-Prosiguió el niño detective-...duró dos años, dos años y medio. Es evidente que todo lo que sube tiene que bajar. Me encantaría escuchar sus composiciones para comparar como ese cambio influyó en la obra de Juan Amadeus. Si es que hubo una influencia. Pero supongo que la hubo. Quizás de forma muy sutil. Por lo pronto, lo que leí en el diario son todas lamentaciones.
“Si. Me absorbe. Cada vez que viene se toma un poco de mi vida a cambio de una composición sublime. ¿Vale la pena? Ella aparece y automáticamente me sumerjo en la labor del piano y mis dedos vuelan sobre las teclas buscando una composición que supere a las anteriores. Su exigencia es monstruosa. Parada a mi lado y envuelta en su manto, me clava sus ojos de hielo verde y con su silencio sepulcral me somete al rigor de su ciclópea exigencia. Estoy cansado y dolorido. A veces, le pido que hablemos, que mantengamos una plática amena para aliviar el entumecimiento de mis manos y ella, ¡Oh, astuta!, me cuenta todos sus secretos (que son los secretos mas íntimos de la música) y ya embargado por el frenesí del conocimiento me arrojo sobre el teclado para poner en practica esa teoría que le fue arrebatada a los Dioses. Quizás, ese sea el sueño de muchos. La música de los Dioses. Tocar como ellos. Emular sus voces para un discurso divino y cósmico. Pero a mi me está devorando la vida. Ya no soy más que otro instrumento. Una prolongación del piano.
-¡Pobre Juan Amadeus! La estaba pasando mal. ¡Y qué mal que la pasaba! De vez en cuando, el músico lograba convencer a la dama para que salieran a cenar. Todo un alivio. Pero por lo visto, esas salidas no eran muy frecuentes. La angustia de Juan Amadeus se prolongó durante estos dos últimos años y medio. Como consta en el diario. Bien. Estamos en los tramos finales. ¿Qué sucedió?
-Si. ¿Qué sucedió?-Preguntó el comisario. La mar de la ansiedad.
-Sucedió de noche. Juan Amadeus Beck verificó una sospecha que traía y eso le costó la vida. La joven dama no tenía que venir. La cita estaba pactada para otro día. De todas formas, Juan Amadeus se sentó al piano y rompió la tradición de componer ante ella. Según el mayordomo, anoche no compuso, pero quiero que noten el detalle de la tapa del piano. El músico la bajó para no producir tanto volumen y resonancia, así nadie ajeno al cuarto lo pudiera escuchar. Al cabo de cuarenta o cincuenta minutos, Juan Amadeus Beck estaba sorprendido y lo transfirió a su diario.
“¡Lo hice! ¡Si! ¡Lo hice! Y como si ella hubiese estado a mi lado. Y es un réquiem. ¿Un réquiem para quién? ¿Acaso para ella? ¡Oh despiadada! Lo pude hacer y sin ella atravesándome con sus ojos. Lo hice. He compuesto una obra excelsa. Superior a todas. Siempre estuvo en mí. Siempre fui yo. En realidad nunca me hizo falta su presencia. ¡Oh, maldita! Le di todo. Y ella me pedía más y más y cada vez más. Era yo quien le daba vida. Ella sin nosotros no es nada. No existe. Es apenas una teoría que necesita de nuestra práctica, de nuestra atención y concentración. Nos pide todo. Pero… ¡Basta ya! Si. ¡Basta ya! ¿Cuánto he hecho por ella? No tuve juventud, no tuve amores ni diversiones. Todo fue sacrificio y renuncia. Y ella ¡Oh, insaciable!, siempre pidiendo más.
“¿Cuantos de nosotros han terminado en la miseria, en la soledad, en los manicomios por causa de sus exigencias? ¿Cuantos?
“Mañana se lo diré al mundo. Si. Mañana revelaré su verdadero rostro. Soy Juan Amadeus Beck, hoy por hoy, el músico más genial de todos los tiempos. Conozco mi influencia. Allá afuera todo depende de mí, de mis giros y mis composiciones. Marco la tendencia, señalo lo que se debe hacer o no. Entonces pues, le gritaré al mundo quien es ella, la acusaré, la señalaré para que de una vez por todas dejemos de adorarla, dejemos de ser sus esclavos, sus instrumentos. Y me escucharan. ¡Vaya que me escucharan! Diré la verdad. La aullaré. Sabrán que todo está en nosotros, no en ella, que somos los que tenemos el poder, no ella. Y que ella, sin ninguno de nosotros, aun sin el más mediocre de los músicos, no tiene vida. Lo he descubierto, la he descubierto y el mundo lo sabrá.
-Y esas fueron las últimas palabras que escribió Juan Amadeus beck.
Luego de unos instantes reflexivos, Chelo Gómez continuó con la historia.
-El músico cerró el diario y lo guardó en el cajón. Acaso se dirigía al piano cuando ella apareció sorpresivamente y le atravesó el corazón con la nota MI. La joven dama no podía permitir bajo ningún concepto que el secreto fuese revelado. Estaba en juego su vida, su existencia. En cierta manera, eso se llama defensa propia. Nada más y nada menos que defensa propia.
-Bien –Dijo el comisario-Pero… ¿quién es en realidad esa mujer que tiene el don de aparecer y desaparecer? ¿Acaso estamos ante el diablo?
-¿Todavía no se dio cuenta, mi querido comisario? La joven dama no es otra cosa más que...
Y la puerta se abrió de par en par y apareció un personaje vestido de rojo con detalles blancos, gorro y una enorme bolsa repleta de juguetes.
-¡Jo, jo, jo! ¡Feliz navidad, pequeñuelos y no tan pequeñuelos! ¡Feliz na...
Y Papa Noel se detuvo en seco pues se dio cuenta de que se hallaba bastante desubicado.
-Perdón. Evidentemente me equivoqué de puerta. Y peor aun, creo que me equivoqué de casa. Y muchísimo peor todavía, me mintieron la fecha. ¡Esos malditos enanos que acabo de contratar! Me viven mintiendo la fecha para que salga a repartir juguetes todos los días del año.
¿No dije al principio que trabajábamos haciendo de enanos para el querido Papa Noel? Ahí están las consecuencias.
-Sepan disculpar y que pasen un buen día.-Saludó el personaje navideño. Dio media vuelta y se fue echando pestes en contra de los enanos. O sea, en contra nuestra.

Las dos rodillas sanas.


-Bien.-Dijo el comisario armándose de paciencia. –Ahora, ¿se puede saber quién diablos es esa joven y misteriosa dama?
-Si.
Y todo se congeló y se nos desorbitaron los ojos de espanto y el frío del susto recorrió nuestras espaldas porque la respuesta la había dado la joven dama envuelta en su manto negro y monástico.
-Soy La Música, comisario. La Música. Nada más y nada menos que la música
Y el comisario se interpuso entre ella y nosotros. Nos protegía.
-Ese niño me ha descubierto y creo que lo hizo en el mismo momento en que vio las estatuas.
-Un poco antes. –Se atrevió a corregirla mi compañerito.
-Como sea. Me ha descubierto.
-Entonces… ¡entréguese! –Le ordenó el policía.
-¡Jamás!
Ante esa declaración, el comisario llevó la mano derecha a su cartuchera.
La Música sonrió.
-¿Qué piensa hacer, comisario? ¿Usar ese juguete de plástico que dispara agua? ¿Y si fuese un arma verdadera se atrevería a usarla? ¡No! Jamás la usaría. Ni en mi contra ni en la de nadie. Usted no es de esos. Usted es el comisario del Barrio Maravilloso. Lo conozco muy bien, Marcelo. Lo conozco de otra época. ¿La recuerda? Usted y su guitarra. Usted y su conmovedor amor por…La Música. Hasta estuve a punto de mostrarle mi rostro. Pero sucedió eso. Eso tan trágico. ¿Lo recuerda, Marcelo?
El comisario bajó la cabeza.
-No quise afligirlo, Marcelo, con aquello que ya pasó y que la vida se encargó de recompensarlo llevándolo al Barrio. Simplemente le demostré que lo conozco. Usted no es de esos. Usted se merecía antes que ningún otro lo que le di a Juan Amadeus.
-¿Qué le dio, señora?
-¡Mi presencia, Marcelo! ¡Mi presencia! No se la merecía. Pero las reglas son las reglas y ese déspota hizo los más grandes sacrificios para ganarse mi presencia. Mi presencia confirma la genialidad innata que el músico trae en el alma, en los huesos, en la sangre, en la carne. Juan Amadeus simplemente quería confirmar su genialidad. Era lo único que le importaba. Descollar, sobresalir. Fui rigurosa con el para romperle su egolatría. Pero no hubo caso. Todo salió al revés y el resultado fue engordar al monstruo.
“Si Juan Amadeus le revelaba mi secreto al mundo se hubiese acabado el sacrificio de los músicos; y sin ese sacrificio no hay esencia, no hay alma, no hay belleza y yo hubiese muerto en la miseria de la mediocridad. Ya bastante mediocridad hay en el mundo de los músicos como para permitir que lo primordial se acabe. Lo tuve que matar.
-Defensa propia.-Acotó mi compañerito.
-Veo que al niño le caigo bien. Quizás fue defensa propia. De todas formas, otro camino no me quedaba. Hasta pronto. –Saludó La Música y se esfumó en el aire.
El comisario nos tocó las cabezas y dijo:
-Vamos. Esto se acabó.
Y comenzamos a caminar buscando la salida. Mientras andábamos, Chelito y yo cruzamos palabras.
-¿Cómo supiste que fue ella? –Le pregunté.
-Cuando volví en si en el patrullero me lo dijo mi rodilla izquierda. Si hubiese tenido las dos rodillas sanas, descubría todo en el mismísimo instante en que el comisario llegó a la cancha.
-¿Hasta cuando vos y el comisario se van a tratar de “usted”?
-Es una cuestión profesional.
Eso fue todo.

Epilogo

Como todavía no eran las once y media de la mañana de aquel sábado sin escuela, glorioso sea el Niño del viento; y en vista de que nunca mas trabajaríamos haciendo de enanos para el querido Papá Noel, decidimos regresar al club 20/21 a ver si podíamos terminar el picado.
El comisario nos dejó en la puerta del club y le habló al diminuto detective.
-Lo felicito, Sir Gómez. Lo suyo fue impecable. Estoy orgulloso de usted.
-Muchas gracias. Yo también estoy muy orgulloso de usted. Es un buen hombre.
-¡Pero eso no quiere decir que no le pregunte a la mamá si te dejó venir!! ¡Hasta donde yo sabia, estabas en penitencia! ¡Y más te vale que te vea en el almuerzo, mocoso atrevido!
-Si, papá.
Y aquí termina esta historia del Chelito Gómez, hijo travieso del comisario del Barrio y el más genial detective de todos los tiempos. Cabe acotar que siguió en penitencia. Un poco por desobediente y otro poco por mentirle tanto al bueno de Papa Noel. Nadie es perfecto.

CAPITULO DIECISIETE

El eterno velorio de Vicenta

Vicenta no nació en El Barrio, pero cruzó “La frontera” mucho, mucho antes de mi nacimiento. O sea: mucho, mucho. Se cuenta que estuvo enamorada del General San Martín. En secreto, en silencio. Hombre casado y con hija. “Una no debe andar entrometiéndose en esas cosas”. Era mujer de otros tiempos. Sin embargo, perdió todas las esperanzas cuando el militar emprendió la campaña de los Andes. “¡Loco! ¡Cruzar la cordillera y en camilla! ¡Una no está para semejante mala sangre!” Así pues, mientras su amado cruzaba los Andes, Vicenta cruzaba la frontera. Que no es lo mismo.
Así como cualquiera de nosotros ofrece una fiesta en su casa, con gaseosas, tortas, globos, regalos sorpresas y música de Gabi, Fofo y Miliki, o en su defecto de los Bee Gees pero sin John Travolta, Vicenta ofrece su eterno velorio con el café más rico del universo. En serio. El más rico del universo.
A partir de las 18, 18:30 horas, aproximadamente, Vicenta abre las puertas de su hermosa casita rosa para que todos asistan a su velorio. ¿Requisitos? Llevar un jazmín. ¿La consigna? No llorar. Y eso es lógico. Vicenta no está muerta. Simplemente se hace la muerta. Muerta de amor.
Digamos que se trata de un velorio muy producido. Cajón de ébano con detalles de marfil e incrustaciones de oro. Todo un lujo. Piso meticulosamente encerado y paredes del color de la piel del durazno (si es que el durazno tiene piel). Luces tenues y música agradable. ¡Vamos, que velorios así no se encuentran por ningún lado!
Vicenta no necesita de maquillajes para ofrecer una imagen placentera. Mamá dice que Vicenta conserva la apariencia de los veinte (como mi Mamá) y que apenas le hace falta un poco de rubor para realzar el color de las mejillas. Menester que Vicenta no duda en poner en práctica, pues se trata de una mujer muy coqueta. Aun en su eterno velorio.
Luce un vestido largo, blanco y radiante, como el que usaba Mariquita cuando entonó el himno por primera vez. Que dicho sea de paso, Mariquita nunca falta al eterno velorio de Vicenta. Y no se preocupen, tampoco se le da por entonar ningún himno. Eso si, de vez en cuando se entrega a tararear “El país del revés” de Maria Elena Walsh. Mariquita es la que sirve el café.
Vicenta tiene el cabello rubio, largo y lacio. “Llovido” dirían algunos escritores rebuscados, como si la lluvia fuese sinónimo de crecimiento capilar o algo por el estilo. Me cabe acotar que Vicenta usa involuntariamente el cabello como escoba, pues lo tiene tan, tan largo que lo arrastra por el piso. De ahí el encerado tan meticuloso.
La rutina es exactamente la misma todos los santísimos días. Abre las puertas de su hermosa casita rosa y luego se mete en el cajón. Cruza las manos sobre sus pechos, cierra los ojos y comienza el velorio. Los días hábiles durara hasta las dos, tres de la mañana. Los fines de semana, suele durar hasta pasada las cinco. Durante los feriados “Sanmartinianos” Vicenta no atiende. Es comprensible.
Y así pues, va llegando la gente. Jazmín en mano, saludo en boca.
-Buenas tardes, Vicenta.
-Buenas tardes, Don panadero. El café esta en la cocina.
-Muchas gracias, Vicenta.
-De nada, Don panadero.
Y la casita de Vicenta se llena de vecinos y de no tan vecinos y de los que viven más allá de los no tan vecinos. Van todos. O sea, vamos todos. Y nadie llora. Y eso es lógico, porque Vicenta no está muerta. Se hace la muerta. Muerta de amor.
Pero claro está. Los recién llegados al Barrio cuando asisten por primera vez al velorio de Vicente, son los únicos que rompen en llantos al ver a tan joven y bella mujercita metida en el cajón. Entonces pues, Vicenta se ve en la obligación de abandonar la actuación y poner las cosas en su lugar.
-No sea tonto, hombre. No estoy muerta. Me hago la muerta. Muerta de amor.
Ya las cosas en su lugar, Vicenta le ofrece un café, un pedazo de torta y vuelve al cajón. ¡Y que el velorio continúe!
Y si. Se han producido algunos sustos. Y precisamente por desprevenidos. Es comprensible. Usted está llorando por esa joven en el cajón… ¡y de pronto! esa joven se incorpora y se le viene para darle explicaciones. Susto seguro y un buen motivo que nos hará despanzar de la risa. Rogamos por la proliferación de desprevenidos.
El eterno velorio de Vicenta para nosotros es agradable. De hecho, no es un velorio. Mas bien es un motivo para acompañar a Vicenta en lo que supongo serán sus horas de soledad.
A veces se cansa de estar acostada y se levanta y nos cuenta historias no oficiales de aquellos que hoy son próceres y Mariquita corrobora y nos sirve el café mas rico del universo y aprendemos la verdad que a los libros de historia parece perjudicar.
A veces se queda dormida.
Algunos opinan que el eterno velorio de Vicenta se trata de una inofensiva estrategia para mantener su economía. Vicenta es dueña de la florería de la esquina. La que vende únicamente jazmines. Mucho no nos importa. El eterno velorio es agradable.
Pero si debo ser sincero, confesaré que nunca he estado en un velorio de verdad. Ya lo saben, por este Barrio espectacular nadie muere. Simplemente llegan o nacen y luego están, y están, y están, y están. Y cuando digo están, digo estamos. Y si me preguntan por cementerios, me veré obligado a decir que en El Barrio no hay cementerios. Apenas hay uno y es muy pequeño. Está a la par del Bosque Encantado y en ese cementerio encontraran una tumba nada más. La de mi abuela Laura.
La otra noche ocurrió algo insólito y conmovedor en el eterno velorio de Vicenta.
Aburrido de estar en el techo de mi casa contemplando el cosmos y el trafico inagotable de naves espaciales extraterrestres con destino a vaya saber donde, me dije: “¿Y si nos vamos a tomar un cafecito a lo de Vicenta, así me olvido de tanta navecita tonta que no me deja ver las estrellas?”. “¡Bien!” Me respondí. “¡Vamos!”Y hacia allá fui. Con permiso de Papá y Mamá.
El velorio estaba como siempre. Agradable. Los pisos encerados, las paredes con su color tradicional (Si es que existe el color tradicional) las luces tenues, música placentera (Me dijeron que se llama Música Lounge) Mariquita sirviendo el café a la concurrencia y Vicenta metida en su cajón de ébano con detalles de marfil e incrustaciones de oro. Todo un lujo.
A eso de las 22, 22 y un par de minutos, ingresó al velorio un hombre de mediana estatura. Traía atuendos oscuros y gruesos, botas de montar y un sable. Sus ojos eran nobles, su perfil aguileño y toda su humanidad presentaba el síntoma de los que acaban de cruzar “La frontera” guiados por el croto del pañuelo afgano. ¡Qué cambalache!
-He llegado tarde- Exclamó con un hilo de voz al ver a Vicenta en el cajón y casi se derrumba de rodillas al piso. (Meticulosamente encerado)
Al escuchar esas palabras, Vicenta abrió los ojos y sus pestañas hicieron “Plink” Inmediatamente se incorporó de su cajón para luego caminar hasta el hombre.
-¡Por la camilla que me cruzó los Andes y el bueno de Cabral! El amor la ha resucitado.
-No sea tonto, mi General. No estaba muerta. Me hacia la muerta. Muerta de amor.
-No me diga General, Vicenta mía. Dígame José.
Y se encontraron en un abrazo que se prolongó por una eternidad de cuatro o cinco minutos. Más o menos. Luego el hombre le besó la frente y ella suspiró.
-Estoy cansado, Vicenta. Estoy cansado...
-Aquí podrá descansar, mi José.
-Todos los años me recuerdan y me nacen y me mandan a las batallas y al frío de los Andes y me hacen morir en tierras lejanas y me llevan flores a todas esas estatuas que no soy yo. Yo soy este, Vicenta, este que ha venido por usted.
-Quédese tranquilo, José. Todo eso ya pasó. Aquí podrá vivir como un hombre...
-Gracias, Vicenta.
-De nada, José.
Y eso fue lo que pasó la otra noche en el eterno velorio de Vicenta.
Hoy, José atiende la florería de la esquina y de vez en cuando nos cuenta la historia no oficial de aquellas victorias. Cosa que a la maestra no le agrada ni medio, pero ante semejante fuente fidedigna mucho que no puede protestar.
Y en cuanto al eterno velorio de Vicenta...Bueno, ahí sigue. Como todas las cosas agradables que suceden en el barrio.

martes, 24 de junio de 2008

CAPITULO DIECISEIS

Elías Malaquias y el último Dragón Negro

En donde presento al niño más triste del barrio y explico como aprendí a leer los labios en ingles y hago uso y abuso del cuento del pescado.


Elías Malaquias es un niño muy triste y nadie sabe la razón de su tristeza. Ni siquiera sus padres que son padres muy buenos y felices. Y si son muy buenos y felices, quiere decir que algún afortunado secreto le han arrebatado a La Vida. Elías Malaquias viste de riguroso negro y lleva una galera que le queda grande. Perece flotar en vez de caminar y saluda desde su tristeza a todo aquel que lo saluda. O sea: a todo el mundo. Porque Elías Malaquias es un pequeño caballero de triste figura pero no aquijotada que no le niega el saludo a nadie. Tiene los cabellos largos y llovidos y son tan negros como la noche más negra y producen destellos como las estrellas de esa mismísima noche tan negra. Elías Malaquias trae de nacimiento un extraño lunar en la mejilla izquierda. Es un pequeño lunar con forma de gota. Apenas un poco más oscuro que su pálida piel. No le queda mal y tampoco le queda bien. Porque decir que le queda mal o que le queda bien el lunar es como decir que a cualquiera le queda mal o bien su piel. Simplemente le queda. Elías Malaquias es un niño muy triste y se junta muy poco con nosotros. Nosotros lo comprendemos y lo aceptamos tal cual es; o sea: no interferimos entre el y su ocupada tristeza. Eso puede estar bien o puede estar mal. No lo sabemos. Pero nos damos cuenta de que todavía no ha nacido la cura para su tristeza y no vamos andar como tontos queriéndole arrancar una sonrisa de puros divertidos que somos. En otras palabras: simplemente lo aceptamos porque Elías Malaquias es un niño muy bueno, amable y por sobre todas las cosas, es el último de los caballeros tristes, que por ser caballero y triste juega endemoniadamente bien a La Pelota. Y eso solo sucede cuando tenemos algún importante partido contra los niños del otro barrio. Por la copa del honor. A diferencia de nosotros que gritamos los goles como unos desaforados y damos vueltas en el aire y le agradecemos Al Niño del viento esos goles que en realidad son de Elías Malaquias: Elías Malaquias no festeja ninguno de sus goles. Se queda paradito mirando como su tiro venció a la valla contraria y luego suspira. Se acomoda la galera y vuelve al juego, en donde de forma casi inmediata convertirá otro gol. Y así pasamos los partidos. Nosotros festejando cuales energúmenos y Elías Malaquias suspirando.
El niño más triste del barrio, tiene una extraña costumbre que para El Barrio es un misterioso casi indescifrable. Menos para mi, porque yo se leer los labios en ingles. Elías Malaquias, todas las santísimas tardes y después de su merienda, le toca el timbre a los Arcangelitos. Un matrimonio muy joven y bonitos ellos. A veces lo atiende El Marido, a veces lo atiende La Esposa. A veces ambos. Pero siempre, siempre, lo atienden con sonrisas cariñosas. Escuchan las palabras del niño y luego mueven sus cabezas de un lado para el otro. Entonces, es notable como a Elías Malaquias se le acentúa su tristeza sempiterna. Y pueden suceder dos cosas: que los Arcangelitos lo inviten a pasar en donde le servirán otra merienda o que Elías Malaquias se vaya con su típica forma de caminar flotando. Pero ya será un caminar flotando como arrastrando los pies. Yo soy el único que sabe lo que Elías Malaquias le pregunta a los Arcangelitos. Y lo se porque puedo leer los labios en ingles. Y ya mismo pasaré a explicar de qué se trata eso de leer los labios en ingles.
Resulta que soy fanático de las películas continuadas que pasan en la televisión los sábados por la tarde. Ese tipo de películas con efectos especiales muy baratos y maquetas que son patéticas y monstruos que se notan que son tipos metidos en calurosos trajes de hule. ¿Han visto alguna? Son pésimas. Pero a mí me encantan. El problema radicaba en que, a esas horas de la siesta mis padres querían descansar y no me permitían poner el televisor al volumen normal. Parece que el volumen normal no era bueno para siesta. Debía bajar el volumen. O mejor dicho, me lo bajaban. Y me lo bajaban hasta casi la inexistencia de los decibeles. Y cuando digo inexistencia, digo nada. De esa forma, las películas se volvían mudas, pero sin la gracia de Carlitos Chaplin, ni su contenido social. Era en vano, así no servían. Los otros canales pasaban cosas aburridas. Y ni hablar de salir a jugar hasta que mi familia no se levantara. Entonces, volvía a las películas mudas que en realidad no eran mudas. Eran mudas por culpa de la siesta. Comencé a prestarle atención a los labios y guiándome un poco por trama y un poco por el sentido de la secuencia y muchísimo más por haberlas visto mil veces y recordar de memoria casi todos los diálogos, trataba así de entender lo que estaban pronunciando. En voz muy baja e imitando la forma de los labios, me entregaba a la articulación de las supuestas palabras, que no eran tales. Eran más bien gruñidos y bramidos y exclamaciones como “¿guat?”. Que dicho sea de paso, no dista mucho el cine actual. Luego comenzaron a tener un poco más de forma a palabra, pero igualmente no sonaban a lo que yo recordaba. Por ejemplo: en determinada secuencia yo sabia muy bien por haberla visto mil veces que el muchacho se le declaraba a la muchachita de la siguiente manera: “Te amo, mi vida. ¿Quieres casarte conmigo?” Yo articulaba otros sonidos muy distintos: “Alaikiu, beibe ¿yu meikin lou?” O algo así. Fue mi Mamá quien me puso al tanto de la verdad cuando una tarde me sorprendió en plena práctica de leer los labios. Se lo tuve que explicar y ella me dijo: “Lo tuyo está bien, Waltercito. Lo que pasa es que en esas películas hablan en su idioma original. Luego son dobladas al español para el público de habla hispana. ¡Fíjate vos! ¡Ahora sabes leer los labios en ingles! Ojala fueras así para la escuela. ¡Y que no se te ocurra salir hasta que no termines los deberes!“ Y fue así que aprendí a leer los labios en ingles. Experiencia de la cual me quedaron algunas mañas y ciertas cosas sin resolver. Ya no puedo ver películas a volumen normal. Las tengo que ver con el televisor afónico; podré entender el ingles, pero me lo tienen que hablar en voz muy bajita y en lo posible dramatizando alguna secuencia. No se. El robo a un banco o una triste despedida. Y la gran intriga de mi vida: ¿Por qué la muchachita de aquella película le respondió al muchacho con un soberano cachetazo que casi le arrancó los dientes, siendo que el era tan bueno, mataba al malo y salvaba al mundo?
Y en cuanto a lo que Elías Malaquias le pregunta al matrimonio Arcangelitos, deberé remitirme a mi nunca bien ponderado (por mi) profesor de karate, Akira Kurosawa: “Waltercito san, hay secretos en la vida a los que uno solo puede acceder con sacrificio, paciencia y responsabilidad. Por lo tanto: ni sueñes que te vaya a enseñar a desmayar amiguitos apretándoles el omóplato”.
Mi sacrificio, fue el de pasarme horas y horas durante meses y meses frente al televisor aprendiendo a leer los labios en ingles. Mi paciencia: la que tuve que ejercitar poniendo al día los deberes acumulados. Mi responsabilidad: no desmayar amiguitos y saber conservar un secreto. Por lo menos hasta el final. Y en esto soy bastante piadoso, porque el cuento del pescado sabe dejar espinas mas largas.
II

En donde el Dragón Negro rapta a la niña Francisca, Elías Malaquias decide ir a rescatarla y para ello nombra a un fiel escudero. O sea: yo.


Siendo algún año de nuestro señor, el Niño del viento; y durante ese día al que se le conoce como jueves, una gigantesca sombra cruzó el cielo y se detuvo para tapar el sol. Desplegó unas alas siniestras y membranosas y luego se lanzó en picada hacia la plaza principal del barrio, en donde a la velocidad del rayo, raptó a la niña Francisca mientras jugaba al subibaja, justo, justo cuando subía. En el lugar de la niña, la sombra alada dejó un enorme pergamino hecho con las pieles de los mas feroces leones, en el cual se podía leer lo siguiente: “A los últimos caballeros de la civilización industrial. Todo aquel que se atreva a venir hasta mi y que por ello no muera en el camino, lo recompensaré con el mas preciado de los conocimientos. Pero si en el transcurso de un mes ninguno se atreve a venir hasta mis dominios, devoraré a la niña y luego raptaré a otra y así”. El pergamino estaba firmado por la mismísima garra y uña del Dragón Negro. El último dragón negro. La criatura más terrible del universo.
Antes de que se armara más alboroto por el fantástico y nefasto suceso de la plaza, los niños que habíamos estado ahí decidimos tener una reunión lo más pronto posible. La que para no perder el tiempo se llevó a cabo en una esquina de la plaza. La que daba a la heladería.
-¿Y ahora qué hacemos?- preguntó Ángel Miguel Bosco, el niño artista plástico.
-Nada- respondió Alfredito- que se ocupe la policía. En definitiva es un rapto y a esas cuestiones las debe resolver la policía; que para eso pagamos los impuestos.
- ¡No!- intervino Elías Malaquias que recién llegaba con su eterna tristeza a cuesta y con ese caminar flotante pero como arrastrando los pies, debido a que muy seguramente venia de los Arcangelitos - La policía no la encontrará. Los dominios del Dragón Negro están en las tierras Saurónicas; y para llegar a esas tierras, primero hay que entrar al Bosque Encantado y para que el bosque se vuelva encantado hay que entrar con ojos de fantasía, no con ojos de policía.
-Es cierto- corroboró Pedro Grimmanante, el escritor empedernido de cuentos infantiles –El Bosque solo muestra su lado encantado cuando alguien cree en ese lado. De lo contrario es un bosque común y silvestre. Un perfecto triangulo equilátero de ochocientos metros por lado...
- Como sea. La policía no la encontrará. Ni siquiera creerán la historia del dragón. Antes dirán que la raptaron unos comunistas en aeroplano. Debemos ir hasta las tierras Saurónicas o la niña morirá devorada por falta de fe. Yo me ofrezco para ir. Mis ojos pueden ver el lado encantado del bosque. Sin embargo, la tradición obliga a los caballeros tristes a llevar a un escudero con quien compartir la gloria de la aventura. La vanidad no nos está permitida ¿Quién me acompañará?
Todos tenían algo que hacer o argumentaban que sus padres no les darían permiso o lisa y llanamente no podían ver el lado encantado del bosque. Y todas las excusas eran ciertas, y a vez, todas cargaban con enormes mentiras.
-¿Waltercito?- preguntó Elías Malaquias que ya no parecía tan triste, pero si severo y determinante.
- Yo no puedo ver el lado encantado del bosque.
-Mentiras. Tu miedo te delata. A pesar de tu amor casi enfermizo por la mecánica quántica, sos uno de los pocos que pueden ver el encanto del Bosque.
-Mis padres no me van a dar permiso.
-No importa. Esperá a que se duerman y entonces te escapas. Yo voy a hacer lo mismo. Y a las doce de la noche nos encontramos en la entrada del Bosque. Y tráete abrigo... Y déjale una notita a tus papis... Y ¡Uy! ¡La que se va armar! Pero bueno. Una dama está en peligro y nosotros somos los únicos caballeros disponibles en este mundo que ha perdido los estribos.
¿Nosotros?
Y así comenzó nuestra aventura hacia las regiones más terroríficas del universo: Las Tierras Saurónicas, el punto de expansión de la oscuridad. El verdadero infierno.

III
En donde se cuenta como fuimos recibidos por los duendes del Bosque Encantado, como nos instruyeron en ciertas cosas pertinentes a las tierras Saurónicas y en donde develamos un par de secretos importantísimos. Creo.


A las doce de aquella oscura noche nos encontramos con Elías Malaquias en la entrada del Bosque. La cual no es para difícil de encontrar ya que se puede apreciar de forma muy clarita un cartel que dice “Entrada al Bosque”. Conmigo traía la mochila de la escuela pero sin los útiles ni los cuadernos ni las carpetas de dibujo. En sus lugares venían provisiones. Un termo con agua caliente, el equipo de mate de mi mamá, medio paquete de café, un colador de tela, un abrelatas, un cuchillo, una taza con los colores del Club de mis amores (Sportivo 20/21) algunas latas de picadillo, varios emparedados de milanesa, una fotografía de papá y mamá con La Mary y El Abel y una servilleta con la cual tendría que haber ido envuelta una porción de torta, pero que la comí apenas salí de casa. Por los nervios. Elías Malaquias, también venia con su mochila de la escuela, pero en apariencia cargaba con más cosas que la mía. Según el niño más triste del Barrio, aparte de las provisiones, guardaba a su poderosa arma secreta. Arma que únicamente sacaría a relucir ante una “situación extrema… O casi extrema… O cuando sea necesario”. Textuales palabras y titubeos.
Le dimos una última mirada al Barrio y nos metimos al Bosque. Al otro lado de la realidad. Y es notable como El Bosque se transforma en encantado cuando uno entra con ojos de fantasía, porque ya ni siquiera se parece a un bosque común y silvestre. Todo lo contrario. Se transforma en algo que no se puede describir con palabras de ningún tipo. Ni siquiera con palabras chinas, ni con palabras sánscritas, ni con palabras mayas, ni con todas juntas. Se transforma en algo que sobrepasa a todo lo imaginable y un poco más. Pero si debo ser sincero y remitiéndome a mi senil profesor de poesía suburbana, Enrique Da Asky: “Querido Waltercito; de noche todos los gatos son pardos. ¿No se si me explico?”
- ¿Y ahora qué hacemos, Elías Malaquias?
-Tratemos de encontrar a un duende. Ellos tienen amplios conocimientos sobre las regiones Saurónicas y podrán indicarnos como llegar a ellas. ¿Por dónde quedará la aldea de los duendes?
-No se. Lo único que te puedo decir es por donde no queda, porque por ahí queda la cabaña de la malvada bruja Gabriela y ni pienso ir porque me la tiene jurada.
- ¡Ay Waltercito! Siempre metiéndote en algún lío...
-¿Metiéndome?
Así anduvimos no se cuanto tiempo; y cuando digo no se cuanto tiempo, digo horas y horas y horas sin saber cuantas. Ya muy cansados de caminar estábamos a punto de hacer un alto para recuperar energías e inmediatamente proseguir que; dimos unos cuantos pasos más e ingresamos a un claro en El Bosque. Repentinamente el lugar se llenó de luces de antorchas y música muy alegre y tintineos de campanitas y luciérnagas que eran hadas y cientos y cientos de duendes y gnomos que nos aplaudían y nos saludaban. Norberto Suárez, el rey de los duendes, se nos acercó con graciosas reverencias y nos dijo:
-¡Al fin llegaron los últimos caballeros andantes! ¡Pero nunca tan andantes! Ya los creímos perdidos y estábamos a punto de ir por ustedes. Pero por favor, sean bienvenidos al reino. Y pasen sin temores. Tenemos mucho para hacer por ustedes. Debemos prepararlos para el resto de la travesía. Por lo pronto será mejor que vayamos a mi morada. Ahí podrán descansar mientras les hablo sobre las regiones Saurónicas.
La sociedad de los duendes, de los gnomos y de las hadas, pasaba por los árboles. Todo estaba construido, edificado y pensado en razón de los árboles. Ya por ahí un puente colgante y por sobre este, otro, que eran como intrincadas calles que no dejaban a árbol sin tocar y que se reproducían hacia todas direcciones y que se elevaban hacia otro nivel de puentes y estos hacía otros aun más altos. Las moradas de troncos a diferencia de lo que pueda sugerir el tamaño de estos seres, eran más bien notables y hasta inmensas para nosotros, llegándome a causar admiración e intriga por saber cómo habían hecho para edificar semejantes estructuras entre los árboles. Todas ellas disponían de tres o cuatro niveles rodeados por bonitos y espaciosos balcones adornados con plantas y flores muy extrañas y colgantes de plumas multicolores y cristales. En cada entrada ardían dos antorchas, ubicadas de tal forma que no provocaran algún lamentable y catastrófico incendio. Ya en la morada del rey de los duendes, que no difería para nada de las otras, este nos sirvió unos extraños brebajes que nos exoneró del cansancio y nos hizo sonreír.
-Agua de la tranquilidad –nos informó- Es buena de vez en cuando. Sin embargo, su exceso oxida la mente.
Luego nos preparó unos exquisitos platos a base de verduras, quesos y pescados. Y por último, nos pidió que nos acomodáramos en unos asientos grandes y mullidos. Caminó hasta una biblioteca y extrajo un libro muy grueso de tapas metálicas. Lo depositó sobre la mesa y antes de abrirlo nos echó una mirada alegre.
-Es bueno que los hombres, o por lo menos un par de hombres, hayan tomado la decisión de creer. Lo único que me preocupa es que estos hombres sean tan niños. Pero bueno: la vida lo ha querido así; y si la vida lo ha querido así es porque algo se trae entre manos. De todas maneras, mi pueblo y yo tenemos mucho que hacer por ustedes y en muy poco tiempo...
Entonces, el rey de los duendes abrió el libro de tapas metálicas y un sonido a viento lejano se escuchó entre sus hojas.
-Las tierras Saurónicas están más allá de todo posible pensamiento o razonamiento o estructura filosófica o mera idea estética. Las tierras Saurónicas están porque están y son ellas porque simplemente son. Se les desconoce un origen y no se les logra adivinar un final. Generan oscuridad, miedo y muerte y se nutren de esos principios. Todo por esas tierras es desolación y vientos gélidos que muerden con dientes de hielo y que traen lamentos que estrujan el corazón y voces que maldicen al viajante y lo enloquecen hasta la muerte. El cielo es un constante atardecer rojo sangre, a veces cubierto por gruesas nubes que atacan con rayos y centellas; a veces despejado pero no por ello menos amenazador e inquietante y a veces oscuro, completamente negro como la noche, pero sin estrellas. Ya cerca del centro de las regiones Saurónicas, las tierras se abren en abismos sin fondos de los cuales se dicen que pueden llevar a un lugar más terrible que las mismísimas tierras Saurónicas. De todas maneras, los abismos están y deben ser tenidos en cuenta por todo aquel que haya logrado llegar hasta ahí.
“En el centro de las tierras Saurónicas se levanta el castillo mas abominable que mente humana o no humana pueda imaginar. La morada del Dragón Negro. De infinitas torres retorcidas que suben hasta el cielo y luego lo penetran y aun siguen subiendo y ya son agujas en el vacío del espacio. De estrechos y claustrofóbicos pasillos que se tuercen y retuercen y se cruzan con otros pasillos aun más estrechos y que no dan a ninguna parte; o que regresan a los pasillos anteriores o que acaban en gigantescos salones atiborrados de columnas que dificultan el paso y que transforman a los salones en pequeños laberintos tan complicados como atroces. La morada del Dragón, también guarda corredores desmesurados que más bien parecen avenidas pero con techos que se pierden a la vista o que por momentos, bajan hasta la cabeza de quien los transite. Hay escaleras que suben ondulantes y que se topan sin sentido contra los muros o que repentinamente bajan a los sótanos y catacumbas y celdas; y ya abajo, hay otros cientos de miles de niveles todos oscuros y húmedos en donde las escaleras ya no servirán para subir y uno lo único que hará será bajar y bajar. Por la abominable morada, se esparcen jardines, pero no son jardines: son selvas. Selvas perversas y violentas, de negra vegetación venenosa e impenetrable; de flores cuyos aromas quitan la vida de forma inmediata. Son plantas de instintos asesinos y tan rápidas como las bestias más feroces. Todo el castillo del Dragón Negro es una trampa enloquecedora y mortal. A cada paso se abren trampas y se cruzan púas o caen pesadas cadenas con gigantescas bolas que aplastarán al aventurero de forma inevitable.
“Aquel que se atreva a ingresar al castillo para llegar al centro en donde descansa el Dragón, que se olvide de querer llegar el centro y que por sobretodo se olvide de querer regresar, porque nunca lo podrá lograr, ya sea humano o no humano. Sin embargo, existe una forma para llegar al centro del castillo que no es ni por arriba ni por abajo ni pasadizo secreto que lo lleve directamente al objetivo sano y salvo. Y a la vez, es todo lo anteriormente dicho. Solo aquel que tenga la mente clara y despejada y en el momento de un peligro infranqueable, podrá develar tan profundo enigma.
Entonces, el rey de los duendes pasó algunas hojas del libro y entre sus páginas se escucharon gruñidos y aullidos lejanos. Luego me clavó una mirada escudriñadora y sonrió satisfecho porque entendió que yo había develado en parte el enigma. O que por lo menos, estaba bien encaminado.
-Las razas y criaturas que pueblan las tierras Saurónicas son guardianes y a la vez condenados. Estos guardianes se hallan en una especie de estado limboso, de profundo descanso placentero, nutridos por “las terribles aguas de los deseos carnales satisfechos”. Pero cuando el aventurero se atreve a dar el primer paso, las aguas se secan de forma súbita y el descanso se vuelve una tortura. Entonces pues, los guardianes deberán ir a acabar con el atrevido para así retornar al consuelo de la ilusión. De ahí sus iras implacables.
“Mas bien poco es lo que se sabe sobre estas razas y criaturas guardianas. Casi en los primeros tramos de las tierras Saurónicas aparecerán “Los Muertos”. Son lentos y torpes, pero cuando atrapan, sus brazos tienen el poder de causar una muerte inmediata. Y así, los guardianes irán ganando en poder y ferocidad según se avanza por las tierras Saurónicas. Llegando al castillo, en donde las tierras se abren en abismos sin fondos, el aventurero se topara contra el ejército más terrible del universo. Los dragones Duales. Un millón de dragones duales. Estos seres invencibles poseen una extraña particularidad. Pueden hallarse feroces o completamente indiferentes al intruso. Y esto depende del color en que se encuentren. Si están blancos, apuntaran al castillo como si lo acecharan, como si fuesen enemigos del castillo y estuviesen esperando el momento para atacarlo. De todas maneras, que los ánimos del aventurero no se alegren ante la posibilidad de que los Dragones Blancos le ayuden a tomar la morada del Dragón Negro. Ellos mismos construyeron el castillo y saben perfectamente cuan mortal es penetrarlo. Ahora: si los dragones están en rojo, lisa y llanamente son los más feroces guardianes del castillo. Y son un millón de ellos. Y hay que tener en cuenta, pero muy en cuenta, que uno solo de estos dragones basta para acabar con cualquier tipo de ejército o legiones de ejércitos. Entrar al castillo es imposible. Y llegar al centro, es doblemente imposible.
Pero puede suceder que, por una de esas misteriosas circunstancias de la vida el aventurero logre llegar al centro de la morada abominable. Aun así, tendrá que vérselas con el último guardián:El señor de la lucha. Tiene apariencia humana pero no es humano. Es un destructor sin par. Podría él solo vencer al millón de dragones. Por donde el último guardián se mueve, se mueve con el un enorme circulo energético que acaba con todo lo que tiene vida. Acercarse es imposible. Sin embargo, El señor de la lucha tiene un punto vulnerable, absolutamente vulnerable que es a la vez, la más letal de las trampas. Su punto vulnerable es la frente. La trampa es que no podrá ser ni minimamente herido, ni con flecha, ni con lanza, ni arrojando espadas, ni si quiera con miserables piedras u objetos contundentes que le abran la piel; o en caso contrario, se desencadenará su círculo energético expandiéndose por todas las direcciones de las tierras Saurónicas y mas allá. De todas maneras, su punto vulnerable está, y es absolutamente vulnerable.
Entonces, el rey de los duendes cerró el libro y sonrió satisfecho debido a que Elías Malaquias había entendido la cuestión del punto vulnerable del señor de la lucha. Cosa que yo no.
-Niños; cada uno de ustedes ha develado un secreto. Y lo se por como brillan sus pupilas. Sin embargo, para que los secretos funcionen se deben mantener como tales entre el pecho y la espalda hasta llegado el momento. Ahora: vayan a dormir. Al amanecer comenzarán sus entrenamientos, para los cuales solo tendrán cinco días. Pero no se preocupen, porque valdrá lo mismo que cinco siglos.

IV
En donde nos entregan espadas y trajes. Y de cómo nos entrenaron y nos entrenaron y nos entrenaron y nos entrenaron. Y no se imaginan quién nos entrenó.

Tal como lo dijo el rey de los duendes, nos levantaron al amanecer y nos condujeron al claro del bosque que era una especie de plaza principal y lugar para llevar a cabo importantes encuentros concernientes a la sociedad de la aldea. El rey de los duendes nos entregó unas pesadísimas espadas negras no mas largas que nuestras piernas y nos puso al tanto:
-Niños; tienen en sus manos a las famosas espadas de la uña. Ya blandidas contra el enemigo nada las puede detener. Salvo, claro está, otra espada de la uña. Para vuestra suerte, hay dos en todo el universo. Para vuestra desgracia, se la tendrán que ver contra millones y millones de uñas. Pues las espadas de la uña, están forjadas con la uña de un dragón rojo. Cayó del cielo hace miles de años y tuvimos que bajar a un cráter de más de cien metros de profundidad para extraerla. Tal es su poder.
Luego nos entregó unos trajes negros y brillantes que incluían guantes y calzados en una sola pieza. Era una mezcla de goma, cuero y minúsculas escamas. El rey de los duendes nos ordenó que nos vistiéramos de inmediato con esos trajes. Pero para eso, nos fuimos detrás unos pinos, pues nos daba mucha vergüenza la presencia del rey y de otros duendes y gnomos; y principalmente nos daba vergüenza las hadas que estaban ahí de curiosas nomás. Pudimos colocarnos los trajes ingresando por unas aberturas que presentaban las espaldas. Sin embargo, no hubo forma de cerrarlos ya que no tenían ni cierres ni botones ni nada por el estilo. Notando el detalle, el rey de los duendes nos dio instrucciones:
-Coloquen la palma de la mano izquierda sobre el hombro derecho y digan: “ciérrate Nocturno”. E inmediatamente tomen todo el aire que puedan y conténgalo. Por sobretodo no se asusten, pues sentirán una muy fuerte y fea opresión. Eso durará hasta que el traje se termine de cerrar y adaptarse al cuerpo. Luego, ya todo habrá pasado. Estarán tan cómodos con el traje que se creerán desnudos. ¡Háganlo!
Y así lo hicimos. Hubo un rechinar grave y espeluznante; y la opresión no fue ni fuerte ni fea: fue insoportable y espantosa; y el susto no fue tan susto: fue pánico y terror morboso. Pues creíamos que los trajes nos triturarían. Y también sucedió algo que no se nos advirtió. Se produjo un calor infernal y sentí quemarme como si me hubiesen tirado aceite hirviendo. Luego, la temperatura fue descendiendo hasta que dominó un frío glaciar que me golpeó los huesos. Y de repente, ya todo era agradable. Y era muy cierto eso de creerme desnudo. Tuve que mirar y mirar, constatar, tocar y oler mis brazos y antebrazos y manos enguantadas para darme cuenta que estaba vestido.
A todo esto, el rey de los duendes se había acercado hasta nosotros y nos contemplaba con una cara muy seria. Y cuando digo muy seria, digo muy seria y tendría que agregar: preocupadísima. Al vernos repuestos de tan horrible momento sonrío muy feliz y nos dijo:
- ¡Bien! Sobrevivieron a los Nocturnos. Y esta es la prueba que indica que están medianamente dispuestos para pisar las tierras Saurónicas. Otros caballeros acabaron sus aventuras en el mismísimo traje. Ahora son ustedes los dueños y señores de sus Nocturnos. Podrán hacer lo que quieran con ellos. Si desean quitárselo, repitan los movimientos y solo digan: “ábrete Nocturno”. Sin embargo, de ahora en más únicamente se lo quitaran para hacer sus necesidades. El resto del tiempo entrenarán con el nocturno, comerán con el nocturno y dormirán con el nocturno. Como así también: con sus espadas al lado.
“Los Nocturnos, están confeccionados con las pieles de unos terribles demonios que murieron durante una fabulosa batalla en los cielos hace ciento de miles de millones de años. Los Nocturnos pueden soportar casi todo. Hasta me atrevería a decir que lo pueden soportar todo. Sin embargo, no sabemos como reaccionarían ante la embestida de un millón de dragones. No hay que olvidar que fueron las pieles de seres derrotados, y precisamente derrotados por los Dragones Rojos. De todas formas, no hay mejor armadura en todo el universo que un Nocturno. Por las tierras Saurónicas no tendrán ningún problema ante el clima imperante. No importará el frío o el calor que pudiese hacer. El Nocturno proporcionará la temperatura ideal para que el dueño y señor siga estando cómodo y bien. El Nocturno soportará el fuego, el agua y los rayos. Si quieren convertir al Nocturno en una pieza absolutamente hermética, lleven una mano a la espalda y encontrarán una capucha escondida; cubran toda la cabeza con ella y la capucha se adherirá al resto del Nocturno. En un principio no verán nada, pero a los pocos segundos recibirán una visión aun más nítida y clara que la de sus ojos. Si quieren correr la capucha, vuelvan a tocar la espalda y listo. Quien tenga un Nocturno, será invencible y todo lo tolerará. Sin embargo, un Nocturno puede significar una larga agonía. Algunos guardianes de las tierras Saurónicas reconocen al Nocturno y saben que contra un Nocturno no se puede. Entonces, procurarán atrapar al dueño y señor del traje, para mantenerlo prisionero hasta que muera de hambre y sed. En estos casos, no sabemos que es mejor o peor. Cerrar el traje por completo y esperar la muerte; o salir del traje y morir de inmediato. Aquel que use un Nocturno no debe dejarse atrapar; para no ser atrapado hay que ser un experto con la espada; para ser un experto con la espada: hay que entrenar de sol a sombra durante cinco días que serán como cinco siglos; y para entrenar como se debe he traído a la mejor instructora en el arte del combate con espada. Gabriela, la bruja malvada del bosque encantado.
Y ahí estaba Gabriela, la bruja malvada. La que me la tenía jurada desde aquel asunto de Adela. Suspendida en el aire y con los brazos cruzados; metida en un Nocturno rojo sangre; con sus cabellos cuales serpientes y sus ojos echándome fuego y chispas.
-¡Ay, nenito! Realmente no sabes la que te espera. Y si querés tomarlo como una cuestión personal, yo te diría que lo tomes como una cuestión muy, pero muy personal. ¡Esas tierras infernales serán un paraíso en comparación con el entrenamiento!
Y así comenzó el entrenamiento. ¿Qué más quieren saber? Al atardecer de ese día, al cabo de la primera jornada, nos llevaron desmayados a la morada del rey de los duendes. Y eso que un Nocturno lo podía soportar todo.

V
En donde termina nuestro entrenamiento; en donde parece que la cuestión es alentadora y somos domadores de Nocturnos, y un par de cosas más que no son muy interesantes.

Cuando se cumplió el atardecer del quinto día, Gabriela, la maldita bruja malvadísima, nos entregó en pie al rey de los duendes.
-Señor; los niños ya son guerreros. Los mejores que he tenido.
Y dicho eso abandonó la aldea sin más ceremonias ni saludos. El rey de los duendes sonrió satisfecho, como parecía estar cada vez que sonreía y dijo:
-Esto es muy alentador, mis queridos guerreritos. Otros, poderosos hombres de mil guerras, ni siquiera soportaron dos días al rigor de la bruja. Lo importante, es que ya saben manejar sus espadas de uña. Y por sobre todo, han domado al Nocturno.
-¿Y eso qué significa?- le preguntó Elías Malaquias
-Por ahora nada.
Y el rey de los duendes dio un golpe de palmas, un brinco para atrás y nos llevó a cenar a su morada. Luego nos leyó algunos cuentos mientras cebaba mates y por último nos mandó a dormir, porque al día siguiente ingresaríamos a las tierras Saurónicas.

VI
Capítulo en donde somos advertidos sobre un par de cosas más, saltamos por el Túnel que nos lleva a las tierras Saurónicas, quedamos pasmados ante la contemplación del castillo y tenemos una riña con los primeros guardianes.


Y al fin llegó el día siguiente. O sea: día de nuestra partida hacia las tierras Saurónicas. Apenas nos despertaron, el rey de los duendes nos entregó dos cantimploras que eran más bien unos tubos de oscuro cristal y con sus respectivas correas de piel de Nocturno.
-Las cantimploras están preparadas para que suministren una dosis justa y necesaria por jornada. Luego se cerrará hasta próxima y ya no habrá nada que la pueda abrir. Es agua de la tranquilidad mezclada con petróleo del vigor. Sabe un tanto desagradable, pero con ese brebaje ya no necesitarán ni de alimento ni de agua. Así que pueden dejar sus mochilas si quieren...
-No – Dijo Elías Malaquias –Debo llevar mi arma secreta.
-Como quieras. De todas formas, traten de evitar el peso innecesario.
-¿Cómo llevaremos las espadas? – Pregunté.
-En la espalda. Solo apoyen la hoja en el Nocturno y ¡ya!
-¡Como los ninjas! – Exclamé.
-Casi como los ninjas. La diferencia radica en que un ninja es una tonta imitación de un Nocturno
-... O de alguien que usa un Nocturno –Acotó Elías Malaquias.
-Alguien que usa un Nocturno, mi querido guerrerito, es lisa y llanamente un Nocturno.
Y no se por qué, esas palabras no me gustaron ni medio
-Niños; cuando ingresen a las tierras Saurónicas ya no habrá vuelta atrás. De forma inmediata verán que a lo lejos, pero desproporcionadamente a lo lejos, se levanta el Castillo abominable. Deberán caminar día y noche sin descanso durante 24 días. Para ello, les hemos proporcionado las cantimploras mágicas. Y descuiden, aunque quieran beber más de una dosis por jornada no podrán. Si bebieran de más se volverían adictos al brebaje. Ahora, niños; iremos hasta “El Túnel Sabatoniano” por donde deberán lanzarse para caer a las tierras Saurónicas. ¡Me encantan las referencias!
Y dicho eso, el rey de los duendes nos invitó a que lo siguiéramos. Y ya preparados y dispuestos a enfrentar lo desconocido, empezamos a caminar hacia el lado contrario por el que habíamos ingresado a la aldea la primera noche. Al cabo de dos o tres horas de caminar, la tierra se abrió en una grieta enorme, de forma un tanto circular. Un grave sonido a viento salía de ahí.
-El Túnel Sabatoniano – Nos lo presentó el rey de los duendes.
-Eso parece ser muy hondo –Opinó Elías Malaquias desde su eterna tristeza ahora afligida.
-No tanto. El Nocturno lo puede soportar sin ningún inconveniente.
-¿Seguro? –Le consulté.
-Como que me llamo Norberto Suárez, el rey de los duendes.
-¡Bueno!-Exclamó Elías Malaquías- Todo sea porque una dama está en peligro.
E inmediatamente, sin más pérdidas de tiempo y sin despedidas de ningún tipo Elías Malaquias se arrojó por “El túnel Sabatoniano”. Y como yo no podía ser menos, o por lo menos no tan cobarde, le di una última mirada al rey de los duendes y lo saludé.
-Adiós, Norberto Suárez.
Y salté. ¡Ay, Niño del viento!
Y cuando apenas comenzaba a caer, escuché la voz del rey de los duendes que me gritaba: “Mi nombre es Gexel Dan Crua, Gexel Dan Crua... “Y ya se perdió y solamente pude escuchar mi propio grito.
Y ya no se si yo caía o era “El túnel Sabatoniano” que subía, pero lo que haya sido, sucedía a una velocidad terrorífica; y a cada momento tomaba más velocidad y más velocidad y muchísima más velocidad.
De repente, y sin que yo hiciese nada por ello, la capucha me cubrió la cabeza. Y cuando esperaba que se produciera alguna especie de visión como la que supo detallar el rey de los duendes, escuché un poderoso estallido. Un sonido envolvente. Tuve que estar buen rato para darme cuenta de muchas cosas. Que la capucha había reaccionado por si sola para protegerme; que ya no caía y que, por lo contrario había llegado al final del túnel; que el estallido fue mi propio cuerpo al impactar contra la tierra; que me encontraba tendido de espalda en fondo de un enorme cráter producto del impacto; que mi cuerpo no se había percatado de absolutamente nada y que yo estaba en perfectas condiciones. Por lo menos físicas.
Todavía tendido, miré hacia el cielo y lo encontré rojo y nítido. Pero por ninguna parte se veía la negra boca del “Túnel Sabatoniano”. Luego me incorporé, salí del cráter y ¡ay, Niño del viento! Porque aun advertido y mil veces advertido y sabiendo en donde desembocaba el túnel, no pude evitar sobrecogerme ante el panorama tan nítidamente espeluznante que nos rodeaba.
Elías Malaquias contemplaba la lejanía y estaba como sumido en la inmovilidad y el silencio. Por lo que yo veía con absoluta claridad, se trataba de una gigantesca nube de polvo desplazada por el viento. Tras la cual se apreciaban las borrosas formas de una desmesurada cadena montañosa. Cuando la nube se fue disipando la mandíbula se me cayó. Era el abominable Castillo Negro. Abarcaba la totalidad de mi visión periférica y se perdía en las alturas. Sin embargo, lo que acabo de decir no sirve para nada. Imaginen a la montaña más alta sobre la tierra. El monte Everest. 8.848 metros. Sobre el monte Everest, coloquen otro monte Everest y ya tendrán la mitad del abominable Castillo negro.
Elías Malaquias giró la cabeza hacia mí y vi que tenía las cejas escarchadas y le goteaba la nariz.
-Hace mucho frío- me dijo- déjate la capucha puesta.
Y acto seguido. El niño triste se colocó la capucha y la galera y esperó por la visión Luego comenzó a caminar hacia esa atrocidad llamada el Castillo Negro.
La tierra por la cual transitábamos era negra, compacta y surcada por grietas un tanto rojas. De vez en cuando presentaba algunas depresiones sinuosas bastante profundas. Sin embargo, no eran ni abruptas ni tampoco infranqueables. Observando mejor esas depresiones noté que eran ondulaciones de la tierra y que los surcos doblaban hacia el Castillo Negro. Entendí que atravesábamos círculos concéntricos y que el epicentro de las ondas era el mismísimo Castillo del Dragón.
El cielo era rojo sangre y cuando digo rojo sangre, no lo digo con la intención de querer impresionar; lo digo porque el cielo parecía líquido.
-¡Un muerto!- gritó Elías Malaquias.
Y era cierto. O por el momento, casi cierto.
Una mano huesuda y gris salía de la tierra para atrapar el pie de mí compañerito. Al mismo tiempo, el resto del cuerpo se iba desenterrando para dejar ver la lenta e implacable ferocidad de los primeros guardianes.
Noté que por un instante Elías Malaquias no sabía como reaccionar. Pero fue solo por un instante. Luego, a una velocidad increíble, extrajo su espada de uña y cortó la mano huesuda y gris, la que se hizo polvo. Aun así, el muerto prosiguió con su cometido.
Entonces algo se movió a mi espalda. Y conjuntamente con ese movimiento, me reptó un escalofrío. No se cómo, pero giré y ya tenia la espada en la mano. La blandí y vi volar una cabeza. Sin embargo, el cuerpo seguía avanzando hacia a mi.
De pronto, aparecieron otros más. Todos lentos, grises, quejosos y determinantes. Y así, nos entregamos al combate. Que más bien fue un combate bastante fácil, porque no había forma de que nos pudieran atrapar. Supongo que se debía un poco por nuestro tamaño, mucho por el entrenamiento y casi todo por el Nocturno. Pero en determinado momento, Elías Malaquias gritó:
-¡Waltercito, esto está mal! Cada vez son más y nos están encerrando.
Y eso era muy cierto, porque cada vez eran más y se compactaban.
-¡Abrámonos paso y huyamos de acá!- Le grité.
Entonces nos juntamos y comenzamos a abrir una brecha entre esa multitud de muertos que nos culpaban por haberles perturbado el descanso. Y aunque no se trató de una tarea agotadora, fue larga y complicada. Cuando el terreno se fue despejando, decidimos correr y así dejamos atrás a “Los Muertos”

VII
De cómo la cuestión se pone un tanto quijotesca y otro poco don juanesca pero por el lado Castaneda y por último hago un repaso de enemigos.


Las primeras jornadas fueron fastidiosas. Cuando creímos que “Los Muertos” ya no molestarían más, aparecieron otros. A veces de a docenas, a veces de a cientos. Y según las circunstancias, corríamos para evitarlos o nos veíamos obligados a abrir brechas o simplemente nos entregábamos a combatir como para justificar tamaña insistencia. Lo cierto es que fueron jornadas fastidiosas, especialmente cuando llegaba una especie de noche, que en realidad, no era tan noche. El rojo del cielo oscurecía el tono y la lejanía se borraba en una niebla. Entonces pues, “Los Muertos” se presentaban de a cientos y cientos y cientos.
Ya más avanzados en la travesía, “Los Muertos” no aparecieron durante toda una jornada. En cambio, comenzó a soplar un viento muy fuerte y supongo que muy gélido, porque el nocturno levantó una notable temperatura compensatoria. En esa misma jornada, el viento comenzó a arremolinar levantando polvo y soplando en contra nuestra. Luego el polvo se elevó como una nube y dibujó rostros grotescos que nos injuriaban, nos prometían torturas y se burlaban despiadadamente de nosotros. Y creo que Elías Malaquias estaba esperando algo así porque con la frente en alto y el paso mucho mas decidido contestó a los agravios remitiéndose a su ídolo:
-¿Ladran, Sancho? Señal que cabalgamos.
La travesía no fue para nada fácil y el esfuerzo no pasó por lo físico, que para ello se encargaron los Nocturnos y las cantimploras, sino por lo mental. Por lo extraño que nos sentíamos al vernos obligados a no dormir y no parar y tener que caminar y caminar por días y días y aun más días. Se había alojado en nosotros una plenitud de conciencia constante que al principio nos costó aceptarla y adaptarnos. Luego nos sentimos increíbles. ¿Cómo lo podría explicar? Éramos increíbles. Así nomás.
Relatar con cuanto guardián nos enfrentamos seria llenar páginas y páginas con largos combates y hazañas que eran obras de los Nocturnos y corridas que eran decisiones nuestras. Hubo de todo en esos 24 días sin descansos. Serpientes de todos los tamaños; enormes arañas tan grandes como un hombre; caballos que se paraban en sus patas traseras y blandían hachas; guerreros de seis brazos que nos tuvieron a mal traer; amazonas que montaban gigantescos cuervos y lanzaron una lluvia de flechas; nubes que nos atacaban con rayos y centellas y bolas de fuego; caníbales con bocas en las palmas de las manos Hubo de todo. Y a cada paso, el Castillo fue ocupando la totalidad de la visión. Y a cada paso, más nítidos se hicieron los detalles de esa retorcida y diabólica arquitectura.
Y de pronto, la tierra se abrió en abismos sin fondos. Y más allá, había un millón de Dragones Blancos.

VIII

En donde debemos sortear los abismos sin fondos; nos topamos contra el ejército invencible y doy a conocer la única manera de llegar al centro del castillo.

Los dragones estaban en blanco. Eso significaba que no harían nada en contra nuestra ni a favor. Lo cual ya era mucho pedir. Sin embargo, ver a esa masa blanca y palpitante de un millón de dragones acechando el castillo nos dejó prisioneros de un pánico que, por lo menos yo, jamás había experimentado. Y si esas criaturas que me causaron tan terrible y nefasto sentimiento no se animaban a entrar al castillo, ni siquiera quería imaginarme los peligros de la morada del último Dragón Negro.
Lo cierto es que primero debimos sortear los abismos sin fondos, que supuestamente llevaban a lugares peores; pero que, por lo visto se trataba de una exageración, pues no había en el universo nada peor que esas tierras, esos dragones y los peligros del castillo. Sin embargo, los abismos estaban ahí y debimos sortearlos con cuidados extremos, ya que eran como embudos que se diseminaban por todas partes.
Ya cerca de las gigantescas colas de esas criaturas escamosas y palpitantes, mi mente no aceptaba la situación. Algo no encajaba. A mi entender, esa no era la forma de seguir hacia el centro del Castillo. Algo sucedía en mi cabeza. El enigma se estaba revelando por completo.
Notando mi inseguridad, Elías Malaquias me alentó:
-Vamos, Waltercito. Podemos pasar...
Y apenas terminó de hablar, las cosas se complicaron de un modo siniestro. De la única forma en que se complican las cosas en las tierras Saurónicas. Siniestramente.
Por entre las escamas de los dragones reptó una luz roja. Luego fue tomando más y más intensidad hasta que las criaturas quedaron presas en un resplandor de incendio e infierno; y por último, los Dragones Blancos fueron Rojos.
-No puede ser- dijo Elías Malaquias con un hilo de voz.Y apenas terminó de hablar, ese millón de Dragones Rojos dio media vuelta y la tierra tembló de tal modo que caímos al suelo.
Y así les conocimos las caras y ¡Ay, Niño del viento!; ¿Con qué palabras puedo describir esas caras? Creo que no existen tales palabras. Todas se quedan a mitad de camino y apenas, pero muy apenas, servirán para sugerir, no para abarcar. Paradójicamente, lo que más me aterrorizaba era la nobleza que se marcaba en sus rasgos. Esos dragones eran fieles al castillo y lo defenderían hasta la última consecuencia. Claro está, nosotros lejísimos nos hallábamos de ser una última consecuencia. Éramos menos que el cero en sus consideraciones de peligro. Y si mal no había entendido el lenguaje “dragoniano”, buscaron entre ellos a un dragón bebé para que se encargara de nosotros y de paso se divirtiera un poco.
Entonces; vi a Elías Malaquias tomar su espada de uña y ya querer encarar contra las criaturas y… No se. Me dio pena y gracia a la vez.
-No, Elías Malaquias. Quédate quieto o de un soplo nos fulminaran.
-Tenemos que entrar al castillo y para eso hay que abrirse paso entre los dragones...
-Por ahí no. Ese no es el camino correcto. Ese es el camino a una trampa sin salida...
-¿Y entonces?
-Por los abismos, mi buen amigo. Por los abismos que dan a un lugar mucho peor. Por los abismos que dan al mismísimo centro del Castillo. Al centro y epicentro de toda esta atrocidad. Los Dragones Rojos son la señal, el peligro infranqueable y los abismos son el pasaje al centro de la morada. Estaba en el libro de tapas metálicas y estaba bien clarito.
-¿Seguro?
-Como que el rey de los duendes que no sé como se llama. Ahora solo esperá a que te diga y ¡a correr, mi buen amigo!
Había en todo aquello algo a duelo final de viejísima película del lejano oeste. Miradas concentradas, cuerpos tensionados e inmóviles en el suspenso, las gargantas secas, las pulsaciones aceleradas, los alientos contenidos y el espeso silencio entre los adversarios solo profanado por el silbido del viento. Faltaba la música de Enio Marricone y ya era todo un Western Spaghetti.
Entonces vi a un par de dragones inflar sus pechos y ya nos acabarían. Fuego cruzado que le dicen. Y en esto no hay ninguna metáfora.
Esperé unos segundos más. No se por qué. Quizás para guardar por siempre aquel momento en que no era el vulgar y fiel televidente de los sábados, sino la mismísima emoción. Y fue entonces que entendí porque los héroes de mis películas favoritas morían sonriendo.
-¡Ahora!- grité. Y salimos corriendo, disparados, expulsados hacia los abismos.
Sin embargo, hicimos un paso y todo se empezó a mover en ca-ma-ra-len-ta. Y fue hermoso. La postergación del peligro pero ya manifestado; la belleza del suspenso en todo su detalle; la emoción dada con cuentagotas. Vi el fuego evolucionar y expandirse desde las fauces de los dragones. Nacer como un pimpollo y alcanzar la plenitud de un sol. ¿Qué otra cosa se puede pedir para un momento así sino la cámara lenta?: La música. Si. La música. Estilo “Only you” o “Blue moon” o algún bolero de Manzanero. ¡Si! Algo bien incircunstancial y completamente ajeno a la secuencia. Algo que ocasione en el espectador un fuera de campo psicológico y ya lo deje preparado para soportar el siguiente montaje que tendrá que ver con la inexorable muerte de uno de los protagonistas.
Pero no.
Ya caíamos sanos y salvos por uno de los abismos cuando el fuego de los dragones pasaba a toda intensidad muy por encima de nuestras cabezas. ¿Sanos y salvos?
Ahora el peligro era otro. ¿Era el pasaje o no era el pasaje? Esa era la cuestión.

IX
En donde se presenta el final

La caída fue mucho más vertiginosa y prolongada que la que debimos soportar en “El Túnel Sabatoniano”. Y hubo un detalle que me espantó. La capucha del Nocturno comenzó a abrirse y a cerrarse como si no entendiera la situación. No se cuanto tiempo después, nuestros cuerpos perdieron velocidad y de pronto, todo se llenó de luz; y fue una luz muy blanca y hasta espesa, consistente, en la cual parecíamos flotar como si se tratara de un liquido. Luego se produjo un sonido agudo, a cinta magnetofónica que se aceleró. Y ya todo se puso oscuro y nosotros estábamos parados sobre un piso de mármol muy negro y brillante. Nos hallábamos en lo que posiblemente era la nave central de un templo. El techo era una gigantesca cúpula de cristal sostenida por hermosas columnas de mármol rojo. Entre las columnas y sobre grandes rocas en bruto se apreciaban blancas esculturas de ángeles con sus alas desplegadas y espadas en manos. A nuestras espaldas, bajaba una inmensa escalera hacia una oscuridad oceánica. A nuestro frente, se levantaba un altar monolítico aun más rojo que las columnas. Tras el altar, colgaba una tela negra cuatro o cinco veces más grande que una pantalla de cine ¡Vaya tela!
El cristal de la cúpula dejaba ver las palpitaciones de las estrellas, las constelaciones y las galaxias, pero nada en ellas me resultó minimamente familiar. Luego, observé mejor y entonces me percaté que algo de familiar tenían pero que todo estaba invertido, como si estuviera parado en el otro lado de donde las sabía contemplar.
Reinaba un silencio absoluto, perfecto, limado y comprimido. Nada se escuchaba, ni siquiera nuestras respiraciones. De todo lo que había ahí, eso fue lo único que me inquietó. El silencio. Sin embargo, no duró demasiado, pues fue roto por unas suaves pisadas de pies descalzos.
Entonces, apareció un hombre alto y majestuoso. Vestía ropas de oro y suntuosas telas de color violeta; bellísimos bordados en hilos rojos y amarillos representaban batallas y contiendan de tiempos inmemoriales; la cabellera de este hombre era azul y larga y la arrastraba por el mármol del piso. Su piel era blanca y sus ojos grises, no tenia ni cejas ni pestañas. Caminaba elegantemente. En ello había un dejo de desgano y desdén. Acaso un leve amaneramiento. Era el Último Guardián.
-Niños, niños, niños –Dijo y suspiró- contados con los dedos de una mano son los que llegan hasta el centro del castillo y cuando eso sucede, al cabo de este sempiterno aburrimiento, resultan ser un par de niños en sus terribles trajecitos Nocturnos. Esperaba algo más emocionante.
-Será muy emocionante- le juró Elías Malaquias.
-No me caben dudas –Se burló El señor de la lucha.
-De todas formas, supongo que habrán sido advertidos. Tengo un punto débil, muy débil. Nadie es perfecto. Lo único que les pido es que sean responsables en el instante de la contienda. Si en sus intenciones se haya la loca idea de arrojarme flechas, lanzas, espadas o tan siquiera piedras a la frente, les advierto que la más mínima herida desencadenará toda mi energía devastadora. Eso seria lamentable y lo digo muy en serio, niños. Vuestra irresponsabilidad podría costar una galaxia. A cambio, seré piadoso y les brindaré una muerte muy rápida e indolora.
Y si por mi hubiese sido, le arrojaba mi espada de uña entre ceja y ceja, solo para acabar con semejante pedantería y engreimiento. Y ya casi lo estaba haciendo cuando de repente se produjo un sonido grave y eléctrico; y el Señor de la lucha quedó envuelto de luz. Luego la luz se expandió y formó una inmensa esfera.
-Adiós, niños. –Dijo y comenzó a avanzar con su paso descalzo y elegante.
Entonces, Elías Malaquias se quitó su mochila y extrajo su poderosa arma secreta y ¡Ay, Niño del viento! . No sabía si reírme o llorar.
Era nada más y nada menos que una pelota de fútbol número cinco. Su favorita. Un obsequio de su abuelo. El balón oficial del mundial 78.
La hizo rebotar con la mano. Una, dos, tres veces. Cuando se elevó en el último rebote le pegó un derechazo con el lado externo del empeine. Con efecto.
Y esta vez, las cosas no sucedieron en cámara lenta. Fue todo lo contrario. Fue un cañonazo directo a la frente.
¡Pum! se escuchó.
Y luego reinó el silencio. Aquel primer silencio absoluto, perfecto, limado y comprimido. Pero cargado de amenaza y malos augurios. Silencio expectante que sabia a destrucción de la galaxia.
El Señor de la lucha estaba inmóvil, desconcertado. Ensayó una sonrisa pero no la pudo plasmar. Luego miró el entorno como si buscara en el exterior las respuestas a sus más fatales dudas y por último le clavó sus ojos grises a Elías Malaquias.
-Esto es bochornoso. Humillante…- Declaró y ya se desplomó al piso.
Mientras la energía del Señor de la lucha desaparecía, Elías Malaquias suspiraba. Eso significaba “gol”. O algo por el estilo.
Y no terminábamos de salir una que ya entrábamos en otra. Esa tela negra, cuatro o cinco veces más grande que una pantalla de cine, se agitó detrás del altar y empezó a avanzar hacia nosotros. Y de pronto ya no era una tela sino un dragón negro, negrísimo y furioso; y embistió haciendo temblar todo y ya estuvo encima nuestro; y golpeó el piso con una de sus patas delanteras, y con sus garras abrió tres enormes y profundísimos surcos en el mármol; y yo quise blandir mi espada en el medio de ese vértigo, pero ella voló de mis manos sin que supiese cómo. Y todo eso sucedió en menos de siete segundos. O quizás menos. No se en realidad.
Cuando pude reaccionar, noté que Elías Malaquias y yo estábamos tirados en el piso y separados por los tres surcos en el mármol. El Ultimo Dragón Negro nos observaba desde el mismísimo lugar de donde había salido. Creo que sonreía.
-Bien- Dijo Elías Malaquias mientras se ponía de pie- No podremos contra usted. Sin embargo, hemos cumplido con nuestra parte. Ahora usted libere a la niña. Es lo único que nos interesa. Luego haga lo que quiera con nosotros.
El Dragón Negro se mantuvo en silencio. Luego levantó la cabeza y rugió; y fue como si un trueno se hubiese producido a escasos metros de nosotros. Entonces lanzó fuego y las llamas golpearon contra el cristal de la cúpula y bajaron siguiendo la forma de la construcción.
Después, caminó hacia un costado y ya no era un dragón sino un hombre muy hermoso y joven de largos cabellos negros y vestido con un Nocturno.
-Ya la devolví a sus padres.
- ¡Mentiras! –Gritó Elías Malaquias.
-Un guerrero dragón nunca miente, Elías Malaquias. La devolví cuando ustedes pisaron las tierras Saurónicas. Eso era lo único que estaba esperando para devolver a la niña. Igualmente la hubiese devuelto si ustedes no sobrevivían al Nocturno.
-¿Qué significa todo esto?- le pregunté.
-Que ya no soy el Último Dragón. Ahora somos tres.
-¡Nosotros no somos dragones!-Declaré.
-Si que lo son, Walter Astronauta. Desde el momento en que ingresaron al bosque lo empezaron a ser; y se completaron cuando sobrevivieron al Nocturno. Ustedes son Dragones Negros. Somos Dragones Negros.
-¿Y el entrenamiento y los guardines y las peleas y los rayos y las caídas y las corridas y todo eso?- Interrogó Elías Malaquias.
-Derecho de piso. Los mismos derechos de piso que ustedes, niños crueles, le hacen pagar a los recién llegados al Barrio.
-Nosotros no hemos querido nada de todo esto.-Protesté.
-¿Acaso los niños que llegan al barrio son los que toman la decisión de mudarse? . Sin embargo, esto va mucho más allá de un simple y buen niño que se mudó de barrio y debe pagar derecho de piso. Todo fue preparado para que ustedes vinieran hasta mí. ¿No se dan cuenta? ¿Acaso no lo notaron? El único gran peligro que corrieron fue cuando se vistieron con los Nocturnos, cuando cambiaron sus pieles humanas por la piel de los dragones. Todo lo demás fueron pruebas de adaptación a sus nuevas condiciones. Debían conocer sus nuevas virtudes y posibilidades y por sobretodo: debían tener plena conciencia de sus nuevas vidas. Ya no son simples humanos. Son algo más que eso. Son Dragones. Son los guardianes de la imaginación.
-¿Y cuando se nos pidió permiso?- Le inquirió Elías Malaquias.
-Ustedes solitos pasaron sin permiso –Declaró el hombre dragón que dejó de ser tal para adoptar la forma del rey de los duendes – Nadie les obligó a venir. Ustedes solitos vinieron por sus propias cuentas y riesgos. El rapto de la niña fue solo para sondear si en el mundo aun quedaba alguien que creyera. Y ahí están. Dos niños del Barrio de la eternidad. ¡Y qué digo niños! Dos grandes Niños Dragones.
Y el rey de los duendes pasó a tomar la forma de la bruja malvada y dibujó un círculo con la mano derecha y el aire se llenó de imágenes.
-Miren- nos pidió la bruja.
Y vimos: a señores muy serios viajando en aviones y con sus computadoras portátiles; a largas e interminables filas de seres tristes y resignados procurando obtener un puesto en alguna fábrica; a señores prometiendo el paraíso de la dignidad a cambio de votos y que en definitiva solo entregaban tierras yermas y desiertas; a niños en escuelas que parecían fábricas y a esos mismos niños ya hechos hombres en fabricas que parecían infiernos y a esos mismos hombres en infiernos que parecían hogares; y vimos chicos en la calle; y a familias durmiendo a la intemperie; y a padres borrachos; y a madres drogadictas; vimos hospitales silenciosos en donde señoreaba el dolor y la muerte; y vimos a esos mismos hospitales ya laberintos de la burocracia y la prepotencia de los empleados; vimos cárceles y cementerios; vimos el amiguismo del poder y la maraña de la justicia...
-Sigan mirando- Ordenó la terrible bruja del bosque.
Vimos al hombre crear dioses que se ajustaban a la medida de la ambición del hombre y al temor de los sometidos; y le vimos culpar sus faltas a seres que eran como dragones o como hombres dragones; también le vimos crear a un demonio que se asemejaba a una cabra pero que en realidad era un chivo expiatorio; vimos la iluminación de Mahoma que más bien parecía un ataque de epilepsia, y luego vimos las fanáticas consecuencias de ese ataque; vimos a un dios intolerante hacer y deshacer, y luego aplacar su ira con la muerte de su hijo; vimos guerras y más guerras y más guerras e infinitas guerras en nombre del único Dios, del bien, de la familia, de las buenas costumbres, del rebaño, de la bandera bendecida por el único Dios y de la patria en donde habita el único Dios.
Entonces, la bruja malvada tomó la forma de Pedro Grimmanante y las imágenes cambiaron por las del Quijote en todas sus hazañas y desventuras y Elías Malaquias dio un golpe de palmas y un saltito y le vi las ganas de querer ir a darle un abrazo.
Luego se presentaron Romeo y Julieta en el balcón; y luego a Jesús hablando sobre amor y no sobre guerras; y luego las mil y una noches pero en sus partes mágicas, no fundamentalistas; y luego el Buda sonriente; y luego el eterno niño Krsna; y luego el Principito; y luego Frodo y Sócrates y San Francisco de Asís y Confucio y Akira Kurosawa y Alejandro Dolina.
Y de pronto, ahí estaba el hombre dragón.
-Ya son los guardianes de la imaginación y quizás algún día seamos muchos más o quizás logren acabar definitivamente con nosotros. Quizás, ya dejen de vernos cuales terribles demonios, principio y causa de todos los males y perversiones del hombre o quizás, sigamos siendo los eternos malditos, los falsos y necesarios antagonistas de un Dios igualmente falso y necesario. No lo se. Lo único que sé es que ya no estoy solo.
-¿Y ahora?- Le preguntó Elías Malaquias.
-Volverán a sus hogares y al pasado.
-¡¿Cómo?!-Exclamé. Eso del pasado me dejó perplejo.
-Volverán al mismísimo instante en que escapaban de sus casas para venir acá. Pero ya no será necesario que vengan.
-¿Y nos acordaremos de todo esto que ha sucedido? ¿Recordaremos el futuro?
-Por supuesto, Elías Malaquias. Será inevitable. Seguirán con sus vidas y al sexto día la niña Francisca volverá con sus padres. ¡Y no intenten hacerse los profetas! Serán tratados como locos, o en el mejor de los casos como mentirosos. Sin embargo, lo peor ocurriría si sus anuncios se confirman y ya serían vistos como fenómenos, como seres extraños y dignos de cuidados y supersticiones. Al fin y al cabo, la mejor estrategia es la de pasar desapercibido.
-¿Qué haremos con estos trajes y estas espadas y estas cantimploras? –Le consulté.
Entonces, el hombre dragón me miró con un gesto de consternación.
- Yo no veo trajes, Walter astronauta. Yo solo veo pieles de dragones. Sus pieles –Y se rió- Pero no se preocupen. A la vista de los humanos, esas pieles serán invisibles. El resto de la gente solo podrá ver a los niños de siempre. Ahora cierren los ojos, hermanitos míos. Regresarán a sus hogares y todo transcurrirá normalmente. Pero cuando llegue la noche, serán movidos por la conciencia del dragón y saldrán con sus pieles relucientes a recorrer el mundo. Inspirarán a los artistas, a los poetas, a los escritores, a los músicos, a los pintores, a los pensadores; incentivarán con sus llamas de dragones la pasión de los enamorados; y por sobretodo, entrarán en constantes combates contra la mediocridad del hombre… Y que el verdadero creador se apiade de nosotros y nos sepa perdonar.

Y así, regresamos a nuestros hogares, tal cual lo advirtió el hombre dragón. El Dragón Negro. Que no tiene un nombre sino muchos, los cuales me reservaré para evitar controversias.

EPILOGO
La niña Francisca regresó a su casa al sexto día de su desaparición. Los padres la encontraron durmiendo muy tranquilamente en la camita de su cuarto. Sin un rasguño, sin recuerdos traumáticos, ni secuelas de ningún tipo. Nadie tiene una explicación.
Elías Malaquias y yo seguimos siendo los mismos de siempre. Elías Malaquias: el niño triste y virtuoso del balón; y yo: bien gracias.
En cuanto a nuestras actividades nocturnas, estamos muy ocupados. Y eso es bueno. Por lo menos para nosotros... Y no se qué más puedo decir. Espero que se hayan entretenido. Y...

... Me olvidaba: Elías Malaquias, todas las santísimas tardes y después de su merienda, le sigue tocando el timbre a los Arcangelitos. Un matrimonio muy joven y bonitos ellos. A veces lo atiende el marido, a veces lo atiende la esposa, a veces ambos. Pero siempre, siempre, lo atienden con sonrisas cariñosas. Entonces, Elias Malaquias les hace su única e incansable pregunta.
-¿Ha nacido mi amada dama?
Y el resto ya lo saben. Sin embargo, hoy, justamente hoy, fue atendido por la bonita esposa, Ángela de Arcangelitos. Y hoy justamente hoy, la jovencita se tocó el vientre y con una sonrisa de sol le respondió:
-Ya viene, Elias Malaquias, ya viene...
Y el niño salió volando como el dragón que es a festejar por los cielos.