Chelo Gómez, el mejor detective de todos los tiempos y su casi primer caso.
Imposible de atrapar.
¿Afinada o desafinada?
Era sábado. Si insisten por saber la hora me veo obligado a decir que quizás eran las nueve de la mañana. O sea, no estábamos en la escuela, ¡alabado sea el Niño del viento!, ni trabajando haciendo de enanos para el querido Papa Noel. Por consiguiente, jugábamos un buen picado en la cancha de básquet del nunca bien ponderado club 20/21. Club que ostenta el orgullo de haber participado en casi todas las disciplinas deportivas y no haber ganado ninguna. Salvo, claro está, el último puesto.
Cuando digo que jugábamos un buen picado en la cancha de básquet, digo “picado” en el sentido fútbol. Circunstancia mal vista por los miembros más fundamentalistas de la comisión directiva. Y eso es absolutamente comprensible. La cancha de básquet era para jugar básquet, en tanto que la cancha de fútbol...Bueno. La ocupaban los grandotes de 14 años. Tipos de pocas pulgas que nos habían corrido a las patadas y que casualmente ostentaban la impunidad de ser los hijos y/o nietos de los miembros más fundamentalistas de la comisión directiva.
Entonces pues, ahí estábamos esa calida mañana de sábado sin escuela, todas las alabanzas sean para el Niño del viento, entre caño que viene, full que va, gol que viene, full que va, cuando ingresaron al complejo deportivo cuatro policías uniformados. Tres agentes y el mismísimo comisario.
Simón Templar, el niño ladrón, vio a los guardianes de la ley y se puso tan blanco como esa cosa a la que llaman nieve y que por el barrio tiene prohibido caer, porque en el barrio solo puede reinar el clima calido, agradable, placentero, sublime y etc. Simón Templar no lo pensó dos veces. Yo creo que ni lo pensó. Tomó impulso y se despegó del suelo. Atravesó las chapas del tinglado y voló hacia su escondite secreto. El campanario de la iglesia San José de Los silbidos. El comisario sacudió la cabeza para luego suspirar con resignación y tras unos segundos, infló su pecho de mastodonte adornado de insignias y con su voz de trueno pronunció un sobrenombre seguido por un apellido.
-Chelo Gómez.
-Presente.-Respondió el niño haciendo uso del mismo tono que ponía en práctica cuando la maestra tomaba asistencia. Inmediatamente advirtió: -pero sepa usted que mamá me dio permiso para venir.
El niño y el oficial cruzaron miradas extrañas. Muy extrañas. Se estaban midiendo.
-¿Es usted el mismo Chelo Gómez que en el futuro se lo conocerá como el detective mas genial de todos los tiempos?
-El mismo.
-Entonces, le vengo a traer el primer caso de su impecable carrera. Homicidio.
-¡¿Homicidio?!
-Eso es lo que suponemos, “Sir” Gómez.
-¿Y quién es la victima?
-El famosísimo músico Juan Amadeus Beck. Fue encontrado en su residencia con una nota Mi clavada en el corazón. El ángulo que presenta el arma descarta toda posibilidad de suicidio. La cuestión es que en la residencia nadie vio y escuchó nada. Y peor aun...
-¿Qué será?
- Juan Amadeus Beck tenía la costumbre de encerrarse en su hermético estudio-dormitorio a eso de las 23 Hs. Echaba llave por dentro y se entregaba al piano hasta la una. Luego se dormía y a las ocho de la mañana lo despertaba el mayordomo que golpeaba la puerta hasta ser atendido por el señor Beck.
-Y es obvio que hoy no fue atendido. Pero lo extraño del caso es que la puerta estaba cerrada con llave y la llave en la cerradura. Y estamos hablando de un cuarto hermético…
-Supone muy bien, “Sir” Gómez.
-Previsible, mi querido comisario. Previsible.
-Estamos desconcertados.-Confesó la autoridad policial y se quedó sin palabras.
-Dígame, comisario: ¿La supuesta nota MI, está afinada o desafinada?-Consultó el niño con cierto sarcasmo en la voz.
-Afinadísima. –Aseguró el policía con la determinación de los expertos.
-¿Y cómo lo sabe? ¿Acaso usted es músico?
El comisario puso en evidencia una escandalosa perturbación. Aclaró la garganta y le cruzó al niño una mirada casi feroz. Algo así como “¡Ya te voy a dar!”
-En otras épocas supe tocar la guitarra.- Confesó el policía.
Esas palabras provocaron en el diminuto detective una sonrisa radiante. Ese tipo de sonrisas que son previas a la burla. Sin embargo, se hizo el que no entendió muy bien e insistió.
-¿Cómo dijo?
-Que en otras épocas supe tocar la guitarra.
-¿Y qué estilo si se puede saber?
-Rock.
-¡¿Rock?!-Exclamó el niño y dio unos saltitos embargado por el entusiasmo. Estaba fascinado.
-Pero eso fue en otras épocas. Y fue cuando vivía en “Los otros barrios”...
-Comprendo, comprendo. Pecados del pasado. Puntos negros que le dicen. Pero no se haga ningún problema. Esa historia no saldrá de acá. Quedará cubierta por el piadoso manto del olvido. Será un secreto entre usted...y todos nosotros.
Los cuales éramos muchos. Y eso sin contar a los tres agentes y un curioso de la comisión directiva. Que para colmo de males era el encargado de la prensa.
-Voy a necesitar un ayudante.-Advirtió el niño.
-¿Un ayudante?
-Un Watson para que en el futuro cuente mis hazañas. ¡Waltercito!
Y era obvio que me iba a elegir. ¿Por qué? Caprichos de genios. O mejor dicho, por una cuestión practica. Yo estaba mas cerca.
El comisario dio un golpe de palmas y apuró los trámites.
-¡Vamos que el muerto espera!
Pero “El Chelo Gómez” se detuvo como si hubiese chocado contra un vidrio muy, muy grueso y de tan limpio, invisible.
-Un momento. –Pidió con voz temblorosa. –Es muy importante para mi integridad emocional conocer un detalle.
-¿Cuál?
-Debo saber si en la escena del crimen hay sangre.
-Por supuesto.-Respondió el comisario.
Y el futuro detective más genial de todos los tiempos, puso los ojos en blanco y se desmayó.
Y ese fue el primero de todos los desmayos que sufriría el niño cada vez que tomaría un caso en el cual estaba involucrada la sangre. O sea, siempre. Excentricidades de todo
buen investigador.
Lo corroboraba Mozart.
Pongamos las cosas en su lugar. La Mansión Beck no estaba edificada completamente en Nuestro Hermoso Barrio. Ocupaba, eso si, un punto de convergencia entre El Barrio, La frontera y los otros barrios. A ese punto en cuestión, único en todo el universo, se lo conocía precisamente como “Punto único en todo el universo” o “Punto central del triangulo de la cartografía imaginaria” o “A Dios se le escapó un detalle” o “La Mansión Beck”. Ustedes deciden.
Sigamos poniendo las cosas en su lugar. Juan Amadeus Beck, no era un vecino del Barrio, era más bien un “triple habitante”. ¿Triple habitante? ¡Claro! Más bien, ¡Obvio! Su vida la pasaba entre nuestro Hermoso Barrio, La frontera y los otros barrios. O sea, la pasaba en su mansión. ¿Y por qué? Bueno, principalmente porque la mansión estaba construida sobre “el punto único en todo el universo” y porque era músico, que es lo mismo que decir excéntrico. (Excéntrico si no tenemos en cuenta las afirmaciones de los borrachines del club 20/21 los cuales sostienen que “El punto único en todo el universo” es el mismísimo centro del universo. A mi me parece un delirio redundante, ya que todo sabemos que el centro del universo es mi casa. Mas precisamente, mi cuarto) Juan Amadeus Beck, únicamente abandonaba la residencia para brindar sus conciertos o… para ir a cenar a los lujosos restaurantes de los otros barrios en compañía de una bella y misteriosa joven… ¡Oh! No daré mas detalles.
Ahora bien: ¿Es necesario repasar el genio y la figura de tan famosísimo y excelso músico? Digo: ¿Es necesario hablar sobre alguien que todo el mundo conoce? Si. Mientras siga habiendo desprevenidos la obviedad no nos estará permitida. (Mmm)
Juan Amadeus Beck era el músico más genial de todos los tiempos. Así nomás y sin tantas vueltas. Genial. De todos los tiempos. Para muchos; y entre ellos figuran los borrachines del club 20/21, tamaña virtud era la consecuencia de un pacto con el diablo. Para otros, y extrañamente también figuran los mismos borrachines del club, el diablo no existe antes del segundo vaso de vino tinto. Por consiguiente, tamaña virtud se debía a un buen instituto (Privado) de música. Y que no se entienda privado por carente. No, no. Me refiero a instituto privado igual a una cuota exageradísima. Para los más, la genialidad de Juan Amadeus Beck ya la traía de nacimiento. Hasta se cuenta que de bebé, solito se cantaba “El arrorró” con voz afinadita y dulce. Un prodigio, el niño.
Si. Juan Amadeus Beck era el músico más genial de todos los tiempos. Lo corroboraba Mozart, que vive en el barrio e integra la sagrada comunidad de los borrachines del club de mis amores.
-Beck, es el músico más genial de todos los tiempos. –Supo afirmar Mozart durante un partido de truco.
-¿Qué? –le preguntó Beethoven llevándose a la oreja izquierda un extraño instrumento con forma de trompeta.
-¡Que todos los sor…! Dejalo ahí, Ludwig.
Mozart no había querido caer la vulgaridad de un chiste fácil. Ya le aburría. Igualmente todos nos reímos.
Si. Juan Amadeus Beck fue el músico más genial de todos los tiempos. Por consiguiente, su influencia abarcaba el mundo entero. La música en general dependía y vivía a la expectativa de los giros y ocurrencias de Juan Amadeus y... ¡Oh! Estoy dando demasiados detalles.
El comisario nos llevó en su patrullero y justo cuando llegábamos a la mansión Beck, Chelo Gómez volvía en si. Miró el panorama, dibujó un gesto grave y dijo:
-Me duele la rodilla derecha.
-¿Y eso qué quiere decir? –Le consultó el comisario. -¿Acaso se trata de alguna extraña advertencia premonitoria relacionada con lo que pudiera llegar a descubrir en la mansión?
-Nada de eso. Waltercito me hizo un full.
Y me clavó una mirada como diciendo “¡Ya te voy a dar!”
La dama sin rostro.
.
Los niños que hemos nacido en El Barrio no nos gusta ni un pelo el punto central del triangulo de la cartografía imaginaria. Está bien, está bien. Admito en nombre de todos nosotros, los niños del Barrio, que nos posee cierta xenofobia que puede caer mal a la vista de cualquiera, pero... ¡Qué va! ¡No nos gusta y se acabó!
Entonces pues, Chelo Gómez y yo nos encontrábamos bastante incómodos y tensos. Supongo que nuestras narices dibujaban ese gesto tan particular de estar oliendo algo feo. Si, si. Algo feo que nada tenía que ver con el caso, sino con nuestra comprensible y sempiterna xenofobia.
La mansión Beck era grande y blanca. ¿Acaso quieren mas detalles? ¡Vamos! ¡Si ya todos conocemos la mansión! Es esa a la que en cierta manera envidia hasta el más pío. ¿Insisten por más detalles? Daré mas detalles. Grande, blanca y bonita. ¡¿Más detalles?! Que soy niño, no arquitecto.
El parque era hermoso. Un césped muy prolijo y cuidado por un esmerado jardinero; pinos, rosales, fuentes, glorietas y estatuas. Las estatuas representaban a jóvenes mujeres en largos vestidos de doncellas. Un detalle me llamó la atención. Ninguna tenía rostro. Como si el escultor se hubiese olvidado de los ojos, las narices, las bocas y todo lo que constituye una cara. Esas imágenes no me gustaron ni medio. Y en tren de cosas que no me gustaron, debo decir que no me gustó que tan bello jardín estuviera invadido por patrulleros y policías de los otros barrios. Esas personas se veían bastante consternadas. No tanto por el crimen, sino porque no estaban acostumbradas a los aires de tan insólito territorio.
Tres hombres en sus trajes oscuros que parecían políticos antes que policías, vinieron a nuestro encuentro y le estrecharon la mano al comisario.
-¿Es el niño del que usted tanto nos habló?
-Si, inspector.
-¿Y el otro?
-El ayudante.
-Digamos que son Holmes y Watson. Veremos lo que pueden hacer. Por nuestra parte, ya estamos considerando que se tratará de otro típico caso destinado al archivo y sin resolver. Eso sin tener en cuenta lo fantástico de las circunstancias y el lugar que nos rodea.
-Lo puedo comprender, inspector. –Dijo el comisario. –No se olvide que yo provengo de su...de su mundo. Por lo tanto me puedo hacer una idea de lo extraño que le resultará todo esto.
-¡Ni que lo diga! No veo la hora de irme. Estos lugares no están hechos para mí...
“Loco”, pensé. No sabe lo que se pierde.
Instantes después, ingresábamos a la mansión. ¡Por el Niño del viento! ¡Qué lujo! ¡Qué buen gusto! ¡Qué enormidad! ¡Qué derroche! ¡Qué atentado a la austeridad! Aquello no era una mansión, era un palacio. Hecho y derecho y con todas las letras. Palacio. Pisos y escaleras de mármol, paredes revestidas en cerámico veneciano, pesadas cortinas de terciopelo, muebles de oscuro ébano y puertas tan grandes y altas como casitas de barrios, ya sean casitas de Nuestro Barrio o de los otros. Había pianos de cola por todas partes, oscuros, brillantes y solemnes. Y los cuadros. ¡Oh, los cuadros! Eran gigantes.
Chelo y yo quedamos extasiados ante la contemplación de aquellos cuadros de temática recurrente. Todos mostraban a una joven mujer en un elegante y largo vestido de tela costosa. Se la veía tocando el piano o ya el clavicordio o ya el oboe o ya cualquier otro instrumento noble. Jamás una guitarra eléctrica, ni mucho menos un sampler. El mismo detalle de las estatuas se repetía en los cuadros. Esa mujer no tenía rostro.
-Señor comisario, ¿podría llamar al mayordomo?- le pidió el niño.
-Por supuesto, “Sir” Gómez.
Acto seguido, el corpulento comisario nos abandonó para ir en busca del máximo empleado de la mansión.
-¿Qué pensas? –le pregunté a mi compañerito. -¿Para vos fue el mayordomo? Siempre es el mayordomo.
-No, Waltercito.-Me respondió –Fue esa mujer.
Y señaló un cuadro y me recorrió un escalofrío por toda la espalda.
En ese instante, el comisario regresó acompañado por el mayordomo. Un hombre muy, muy viejo y muy, muy alto. Hubo un protocolo de identificación y el niño detective comenzó a interrogar.
-¿El señor Beck tenia alguna...alguna compañera?
-Como todos saben, el señor Beck era un soltero empedernido. Pero respondiendo específicamente a su pregunta, niño; el señor Beck tenía una compañera.
-¿Una o varias?
-Una.
-¿Lo puede asegurar?
-Se lo juro por Dios.
“¡Blasfemo!” Pensé. Nuestras miradas lo fulminaron. Percatándose del detalle, el mayordomo se golpeó la frente.
-Perdonen-Dijo-Lo juro por el Niño del viento.
Así estaba mejor.
-¿Quién era esa mujer?
-Nadie lo sabe.
-¡¿Nadie lo sabe?!
-Nadie lo sabe, niño. Cuando la dama visitaba la mansión, el mismísimo señor Beck se encargaba de recibirla y atenderla. Ese día se nos advertía sobre la visita a producirse y nosotros abandonábamos nuestras obligaciones mucho antes de lo habitual. Lo insólito del caso es que la dama jamás tocaba el timbre ni golpeaba la puerta. Cuando nos queríamos acordar la dama ya estaba en el estudio-dormitorio del señor Beck.
-¿Cómo se daban cuenta de la presencia de la dama?
-Por las conversaciones y también por las composiciones.
-¿Cómo es eso?-Intervine.
-Cada vez que la dama se encontraba en la habitación, el señor Beck componía una página nueva. La cual no podía ser otra cosa más que sublime.
-Interesante, muy interesante. –Opinó mi compañerito.- ¿En algún momento tuvo oportunidad de ver a la dama?
-Un par de veces. Pero de lejos...
-Escondido, digamos.
-Escondido, niño. El señor Beck no permitía que la servidumbre se cruzara con la dama. Igualmente, la pude ver un par de veces. Más bien, unas cuantas veces.
-Muchas.
-Muchas. Y eso sucedía cada vez que el señor Beck y la dama salían a cenar a los otros barrios.
-Debo suponer que era una mujer muy bella.
-Bellísima, niño. Bellísima.
-Previsible, mi querido mayordomo. Previsible. Un artista del talante de Juan Amadeus Beck nunca se hubiera hecho acompañar por una dama...una dama…
-¿Fulera?-Arriesgué.
-Digamos que si. Y menos por los otros barrios. Ya todos sabemos los prejuicios que existen por allá.
Entonces, el diminuto detective señaló uno de los cuadros y preguntó:
-¿Es esa la dama?
-Imposible, niño. Esos cuadros fueron mandados a pintar por el abuelo del señor Juan Amadeus Beck. La dama de la que veníamos hablando no supera los veinte años. Aunque ahora que lo pienso...
Y el mayordomo se interrumpió para caer en la reflexión. Una grave reflexión.
-¿Qué?-Lo apuró mi compañerito.
-El señor Beck hace cinco años que se encuentra con esta dama; y esta dama, hace cinco años que tiene la misma apariencia. Exactamente la misma apariencia
-Interesante. Muy interesante. –Aseguró el niño detective y lo vi con ganas de dar unos saltitos ante su propio entusiasmo.- ¿Podría decirme si la dama estuvo anoche?
-El señor Beck no nos anunció la llegada de la dama, ni se escucharon conversaciones, ni una nueva composición. En teoría, no estuvo.
- En teoría.-Recalcó el niño.
Y acto seguido, nos llevaron al estudio-dormitorio del señor Beck.
Ojos que fueron cerrados.
Subimos por unas escaleras de mármol blanco inmaculado y recorrimos unos largos corredores tan anchos como la cancha de básquet del club 20/21. Atravesamos tres salones inmensos poblados por espejos y volvimos a subir por otras escaleras idénticas a las anteriores. Cruzamos la biblioteca mas grande que vi en mi vida y cuando me estaba cansando, llegamos a los aposentos de Juan Amadeus Beck.
Primero ingresó el mayordomo, a continuación el comisario, luego mi compañerito y por último yo. Cuando todos estábamos adentro, el mayordomo cerró la puerta. A mi me temblaron las rodillas. Era la primera vez que veía a un muerto. A un muerto de verdad. A un muerto de los otros barrios. ¿Ya dije que me temblaron las rodillas?
Ahí estaba el cuerpo sin vida del músico más excelso. Yacía boca arriba en el centro de la habitación con la nota MI clavada en el corazón. Habrá tenido la edad de Papá. Entre 25 y 29 años. O por lo menos esa apariencia. Su pelo era largo y revuelto. Tenía puesto un traje oscuro sobre un cuerpo atlético y largo, una camisa blanca ya manchada de sangre, una corbata marrón oscuro y un buen par de zapatos negros. Chelito se acercó al cuerpo. Se acercó demasiado, se acercó bastante y le admiré la valentía. Lo contempló con rostro de niño detective inmutable. Fue cuando supe que tenia la pasta suficiente para el oficio que había elegido. Luego miró al comisario y le preguntó:
-¿Quién tuvo la piedad de cerrarle los ojos? ¿Usted o alguno de sus hombres?
-Ninguno de nosotros.
-¿Habrá sido usted, señor mayordomo?
-No, niño. Lo encontré con los ojos cerrados.
-Entonces, la asesina fue quien le cerró los ojos.
El comisario intentó dibujar una sonrisa, pero no pudo. Digamos que estaba confundido, consternado y escandalizado.
-¿Por qué dice que se trata de una asesina? ¿Por qué dice que fue ella quien le cerró los ojos? ¿Por qué dice todo lo que dice?
-El arma despide perfume muy caro de mujer. ¿Acaso no lo notaron?
El comisario se puso colorado.
-Los músculos del rostro forman un gesto que no es consecuente con los ojos cerrados. Ese es el gesto de la sorpresa mortal. Tendrían que estar abiertos. Por consiguiente, la asesina tuvo la piedad de cerrarle los ojos. ¿Este acto de piedad le dice algo señor comisario?
-Que la victima y la supuesta asesina eran íntimos. Había un aprecio.
-No está del todo equivocado, mí querido comisario. Sin embargo, yo diría una especie de respeto antes que afecto.
Acto seguido, mi compañerito contempló el entorno. Aunque la habitación no era desmesurada como todo lo que había en la residencia, estábamos en un lugar bastante amplio y cómodo. Quizás se trataba del cuarto más austero. Una cama de dos plazas que prometía dulces sueños y que se hallaba meticulosamente tendida. Un escritorio contra una pared sobre el cual no había nada. Un piano de cola con la tapa baja y el atril ocupado por algunas partituras. Un enorme cuadro en la pared opuesta al escritorio con la imagen de la joven mujer pero dando la espalda y la falta absoluta de ventanas.
-Supongo que ya habrán buscado alguna puerta secreta que se comunique con algún pasadizo o esas cosas por el estilo. –arriesgó el niño.
-Fue lo primero que hicimos.-Aseguró el comisario.
-Nunca ha habido algo así en toda la mansión. -Aseguró el mayordomo.
-Eso hubiera explicado el enigma.-Opinó el policía.
-De todas formas, de haberlo habido, a esa dama no le hubiese hecho falta.-Declaró el pequeño detective.
Y, ¡por nuestro Niño del viento! tuve la espantosa impresión de que la dama del cuadro había movido la cabeza para mirarnos por sobre su hombro izquierdo. Me estremecí y ella siguió dándonos la plenitud de su espalda. Ya me quería ir.
-Dígame, señor mayordomo, ¿Cuánto hace que usted trabaja para el señor Beck?
-Desde hace mucho tiempo. Comencé como mayordomo con los padres del señor Juan Amadeus...
-¿Usted conoció al abuelo del señor Beck?
-Si, niño.
-¿Se podría decir que fue el abuelo quien le inculcó la pasión por la música al señor Beck?
-Se lo puedo asegurar. De hecho, el padre de Juan Amadeus Beck, no estaba para nada de acuerdo.
-¿Por qué?
El mayordomo se encogió de hombros.
-Supongo, que el padre del señor Beck pretendía para su hijo un oficio muy distinto al que el abuelo le inculcaba.
-Interesante. Muy interesante. Ahora, conociéndolo usted al señor Beck, digamos, desde que lo vio nacer, ¿podría decirme en qué lugar el señor guardaba su diario intimo?
Y el mayordomo señaló uno de los cajones del escritorio.
-Muchas gracias, señor mayordomo. Ha sido usted muy amable. Si desea regresar a sus actividades puede hacerlo sin ningún inconveniente. Y usted, señor comisario, si quiere mandar a retirar el cuerpo, Waltercito se lo agradecerá de todo corazón.
Y el niño estaba en lo cierto. Quizás para mayor tranquilidad de quien esto cuenta, también tendrían que haber retirado ese enorme cuadro con la mujer que nos daba su espalda. Su inquietante indiferencia.
¡Oh, Dioses del triangulo!
Ya sin el cuerpo de quien había sido Juan Amadeus Beck, el comisario y yo mirábamos con expectativa al niño detective que se hallaba frente al escritorio. Parecía no querer abrir el cajón. Quizás no se atrevía. Pero de pronto lo hizo.
Entonces, extrajo un grueso diario íntimo. Sus tapas eran de cuero negro ya gastado.
Al Chelito Gómez se lo conocía en la escuela por lo desastroso para la lectura. A veces tardaba toda una clase para leer un párrafo de 10 líneas con 32 caracteres por línea. En esas ocasiones, hasta la maestra se dormía. Sin embargo, aquella mañana, el niño me dejó boquiabierto. Al comisario también. Supongo que como niño, el Chelito se mantenía fiel a su condición de niño desastroso. Pero cuando debía asumir la postura de detective, se le encendían todas las luces y sin la intermitencia del arbolito de navidad. Y hablando de navidad... ¡Oh! No me adelantaré a los hechos.
Mi compañerito, abrió el diario en las primeras páginas y las pasó a una velocidad increíble. Cerró el diario y los ojos y se mantuvo así durante unos nueve o diez segundos. Luego abrió los ojos y le entregó el diario al comisario.
-Es lo que pensaba.-Declaró.
-¡¿Pero qué pensaba?! –Le inquirió el policía.
-¡Que fue ella!-Acusó el niño señalando el cuadro.
-¿Y por qué?, ¿cómo?, ¿cuándo? ¡¿Y quién es esa mujer en realidad?! Quiero respuestas, Chelito, quiero respuestas…
Evidentemente al comisario se le había olvidado eso de “Sir” Gómez.
-Ya se las doy. Ya se las doy. Pero vayamos por parte, así podremos conformar ese todo que le develará la verdad. De todas maneras, ni soñemos con atraparla.
No hubo comentarios, ni replicas, ni acotaciones.
-El diario comienza en la infancia. Y bueno. Todo es bastante… infantil. Salvo, claro está, la insistencia del abuelo para que el niño se hiciera músico aprovechando su talento natural. Según el diario, el padre lo pretendía ingeniero agrónomo; la madre: hijo por siempre. Esa insistencia duró hasta que el abuelo falleció, aproximadamente cuando Juan Amadeus tenía 12 años. Sin embargo, Juan Amadeus ya era todo un genio según los oídos de los más entendidos. No así para el mismo. Según su puño y letra, le faltaba algo. Algo importantísimo que lo convertiría en el músico más genial de todos los tiempos. Algo que su mismísimo abuelo supo conocer, pero que se le presentaba de espalda o en su defecto… sin rostro.
Yo estaba mudo de espanto. Y el comisario también. Sin embargo, el policía podía verificar en el diario lo que contaba mi compañerito. Cosa que yo no hubiese podido.
-Ahora bien, ¿qué era ese “algo” mas allá de lo que todos podemos llegar a sospechar? ¿La musa inspiradora? ¡¿El diablo quizás?! Huy, huy, huy. ¿Qué era? Juan Amadeus Beck, siguió insistiendo, se siguió perfeccionando para congraciar a...ese “Algo”. El tiempo fue pasando de la forma implacable con la que pasa en los otros barrios y Juan Amadeus se fue quedando solo. Ahora, señor comisario, usted podrá leer en cientos de páginas las mismas lamentaciones y obsesiones:
“Me esfuerzo y me esfuerzo y ella no viene. Si tan solo lo hiciese de la manera que se le presentaba a mi abuelo, de espalda, mi mente quedaría en paz. Pero ni siquiera así. No viene. No me quiere. No estoy apto. Debo seguir con el piano hasta caer desmayado. Hasta que mis dedos ardan de dolor y aun insistir. Solamente ella podrá constatar mi genialidad. Mientras tanto, soy tan mediocre como esos sordos que me proclaman virtuoso.”
-Todas esas páginas hablan de un esfuerzo conmovedor, pero principalmente hablan de una obsesión terrorífica. Hace cinco años, esa obsesión fue recompensada. Ella se presentó ante Juan Amadeus Beck.
El pequeño detective le dio al comisario el número de una página y el policía verificó.
-En esa página podrá leer, aproximadamente, lo siguiente: “¡Por el Dios de los otros barrios y por el croto del pañuelo afgano de La frontera y por el Niño del viento! ¡Ella se presentó! Y no lo hizo ni de espalda ni sin su rostro. ¡Era ella! ¡Oh, Dioses del triangulo! ¡Cuánto sacrificio! ¡Cuánta soledad y renuncia para que al fin cayera sobre mí la bendición de su presencia!
“Estaba en este cuarto encerrado con llave, componiendo un adagio a mi tristeza, cuando su repentina aparición me provocó un susto de muerte. La emoción fue tal, que mis intrigas se exoneraron. ¡Qué me importaba saber como había hecho para entrar! Lo había hecho y punto. Su magia. Su magia inigualable. Me había aceptado, me había aprobado. Entonces pues, yo era el elegido. Mi abuelo estaba en lo cierto. -Si ella se presenta mostrando su rostro, significará que eres el músico más genial de todos los tiempos. Así cuentan los brujos más poderosos.
-Juan Amadeus Beck, describe a la mujer como joven y radiante. Por supuesto, todo entre signos de admiración y exclamaciones de tinte romántico. Rubia, de ojos verdes. Hermosa en definitiva. Envuelta en un largo y pesado manto negro bastante monástico.
-Esas cosas me dan miedo-Confesé-Especialmente lo monástico.
-A mi también.-Admitió Chelito.
-Y a mí. –Se sumó el comisario.
-Gracias al diario, podemos saber que en ese primer encuentro no hubo un gran intercambio de palabras. Juan Amadeus se entregó de inmediato al piano para componer una obra magistral. “El encuentro mágico” ¿La escuchó, señor comisario?
-Si.
-¿Qué tal?
-Magistral, precisamente.
-Una vez terminada esa obra magistral, la joven dama le indicó a nuestro músico de marras el día y la hora en que volvería a visitarlo y se esfumó.
-¿Qué significa “marras”?-Pregunté.
-No lo se, Waltercito. Pero se me ocurre que sirve para que los intolerantes de las palabras repetidas no se aburran.
-¿Y “esfumó”?
-Algo así como que desapareció en el aire.
-¡Ay, por el Niño del viento! –Y soplé para invocar su diminuta protección. La cual no parece, pero es mucha.
-Ese entusiasmo que embargaba al músico...-Prosiguió el niño detective-...duró dos años, dos años y medio. Es evidente que todo lo que sube tiene que bajar. Me encantaría escuchar sus composiciones para comparar como ese cambio influyó en la obra de Juan Amadeus. Si es que hubo una influencia. Pero supongo que la hubo. Quizás de forma muy sutil. Por lo pronto, lo que leí en el diario son todas lamentaciones.
“Si. Me absorbe. Cada vez que viene se toma un poco de mi vida a cambio de una composición sublime. ¿Vale la pena? Ella aparece y automáticamente me sumerjo en la labor del piano y mis dedos vuelan sobre las teclas buscando una composición que supere a las anteriores. Su exigencia es monstruosa. Parada a mi lado y envuelta en su manto, me clava sus ojos de hielo verde y con su silencio sepulcral me somete al rigor de su ciclópea exigencia. Estoy cansado y dolorido. A veces, le pido que hablemos, que mantengamos una plática amena para aliviar el entumecimiento de mis manos y ella, ¡Oh, astuta!, me cuenta todos sus secretos (que son los secretos mas íntimos de la música) y ya embargado por el frenesí del conocimiento me arrojo sobre el teclado para poner en practica esa teoría que le fue arrebatada a los Dioses. Quizás, ese sea el sueño de muchos. La música de los Dioses. Tocar como ellos. Emular sus voces para un discurso divino y cósmico. Pero a mi me está devorando la vida. Ya no soy más que otro instrumento. Una prolongación del piano.
-¡Pobre Juan Amadeus! La estaba pasando mal. ¡Y qué mal que la pasaba! De vez en cuando, el músico lograba convencer a la dama para que salieran a cenar. Todo un alivio. Pero por lo visto, esas salidas no eran muy frecuentes. La angustia de Juan Amadeus se prolongó durante estos dos últimos años y medio. Como consta en el diario. Bien. Estamos en los tramos finales. ¿Qué sucedió?
-Si. ¿Qué sucedió?-Preguntó el comisario. La mar de la ansiedad.
-Sucedió de noche. Juan Amadeus Beck verificó una sospecha que traía y eso le costó la vida. La joven dama no tenía que venir. La cita estaba pactada para otro día. De todas formas, Juan Amadeus se sentó al piano y rompió la tradición de componer ante ella. Según el mayordomo, anoche no compuso, pero quiero que noten el detalle de la tapa del piano. El músico la bajó para no producir tanto volumen y resonancia, así nadie ajeno al cuarto lo pudiera escuchar. Al cabo de cuarenta o cincuenta minutos, Juan Amadeus Beck estaba sorprendido y lo transfirió a su diario.
“¡Lo hice! ¡Si! ¡Lo hice! Y como si ella hubiese estado a mi lado. Y es un réquiem. ¿Un réquiem para quién? ¿Acaso para ella? ¡Oh despiadada! Lo pude hacer y sin ella atravesándome con sus ojos. Lo hice. He compuesto una obra excelsa. Superior a todas. Siempre estuvo en mí. Siempre fui yo. En realidad nunca me hizo falta su presencia. ¡Oh, maldita! Le di todo. Y ella me pedía más y más y cada vez más. Era yo quien le daba vida. Ella sin nosotros no es nada. No existe. Es apenas una teoría que necesita de nuestra práctica, de nuestra atención y concentración. Nos pide todo. Pero… ¡Basta ya! Si. ¡Basta ya! ¿Cuánto he hecho por ella? No tuve juventud, no tuve amores ni diversiones. Todo fue sacrificio y renuncia. Y ella ¡Oh, insaciable!, siempre pidiendo más.
“¿Cuantos de nosotros han terminado en la miseria, en la soledad, en los manicomios por causa de sus exigencias? ¿Cuantos?
“Mañana se lo diré al mundo. Si. Mañana revelaré su verdadero rostro. Soy Juan Amadeus Beck, hoy por hoy, el músico más genial de todos los tiempos. Conozco mi influencia. Allá afuera todo depende de mí, de mis giros y mis composiciones. Marco la tendencia, señalo lo que se debe hacer o no. Entonces pues, le gritaré al mundo quien es ella, la acusaré, la señalaré para que de una vez por todas dejemos de adorarla, dejemos de ser sus esclavos, sus instrumentos. Y me escucharan. ¡Vaya que me escucharan! Diré la verdad. La aullaré. Sabrán que todo está en nosotros, no en ella, que somos los que tenemos el poder, no ella. Y que ella, sin ninguno de nosotros, aun sin el más mediocre de los músicos, no tiene vida. Lo he descubierto, la he descubierto y el mundo lo sabrá.
-Y esas fueron las últimas palabras que escribió Juan Amadeus beck.
Luego de unos instantes reflexivos, Chelo Gómez continuó con la historia.
-El músico cerró el diario y lo guardó en el cajón. Acaso se dirigía al piano cuando ella apareció sorpresivamente y le atravesó el corazón con la nota MI. La joven dama no podía permitir bajo ningún concepto que el secreto fuese revelado. Estaba en juego su vida, su existencia. En cierta manera, eso se llama defensa propia. Nada más y nada menos que defensa propia.
-Bien –Dijo el comisario-Pero… ¿quién es en realidad esa mujer que tiene el don de aparecer y desaparecer? ¿Acaso estamos ante el diablo?
-¿Todavía no se dio cuenta, mi querido comisario? La joven dama no es otra cosa más que...
Y la puerta se abrió de par en par y apareció un personaje vestido de rojo con detalles blancos, gorro y una enorme bolsa repleta de juguetes.
-¡Jo, jo, jo! ¡Feliz navidad, pequeñuelos y no tan pequeñuelos! ¡Feliz na...
Y Papa Noel se detuvo en seco pues se dio cuenta de que se hallaba bastante desubicado.
-Perdón. Evidentemente me equivoqué de puerta. Y peor aun, creo que me equivoqué de casa. Y muchísimo peor todavía, me mintieron la fecha. ¡Esos malditos enanos que acabo de contratar! Me viven mintiendo la fecha para que salga a repartir juguetes todos los días del año.
¿No dije al principio que trabajábamos haciendo de enanos para el querido Papa Noel? Ahí están las consecuencias.
-Sepan disculpar y que pasen un buen día.-Saludó el personaje navideño. Dio media vuelta y se fue echando pestes en contra de los enanos. O sea, en contra nuestra.
Las dos rodillas sanas.
-Bien.-Dijo el comisario armándose de paciencia. –Ahora, ¿se puede saber quién diablos es esa joven y misteriosa dama?
-Si.
Y todo se congeló y se nos desorbitaron los ojos de espanto y el frío del susto recorrió nuestras espaldas porque la respuesta la había dado la joven dama envuelta en su manto negro y monástico.
-Soy La Música, comisario. La Música. Nada más y nada menos que la música
Y el comisario se interpuso entre ella y nosotros. Nos protegía.
-Ese niño me ha descubierto y creo que lo hizo en el mismo momento en que vio las estatuas.
-Un poco antes. –Se atrevió a corregirla mi compañerito.
-Como sea. Me ha descubierto.
-Entonces… ¡entréguese! –Le ordenó el policía.
-¡Jamás!
Ante esa declaración, el comisario llevó la mano derecha a su cartuchera.
La Música sonrió.
-¿Qué piensa hacer, comisario? ¿Usar ese juguete de plástico que dispara agua? ¿Y si fuese un arma verdadera se atrevería a usarla? ¡No! Jamás la usaría. Ni en mi contra ni en la de nadie. Usted no es de esos. Usted es el comisario del Barrio Maravilloso. Lo conozco muy bien, Marcelo. Lo conozco de otra época. ¿La recuerda? Usted y su guitarra. Usted y su conmovedor amor por…La Música. Hasta estuve a punto de mostrarle mi rostro. Pero sucedió eso. Eso tan trágico. ¿Lo recuerda, Marcelo?
El comisario bajó la cabeza.
-No quise afligirlo, Marcelo, con aquello que ya pasó y que la vida se encargó de recompensarlo llevándolo al Barrio. Simplemente le demostré que lo conozco. Usted no es de esos. Usted se merecía antes que ningún otro lo que le di a Juan Amadeus.
-¿Qué le dio, señora?
-¡Mi presencia, Marcelo! ¡Mi presencia! No se la merecía. Pero las reglas son las reglas y ese déspota hizo los más grandes sacrificios para ganarse mi presencia. Mi presencia confirma la genialidad innata que el músico trae en el alma, en los huesos, en la sangre, en la carne. Juan Amadeus simplemente quería confirmar su genialidad. Era lo único que le importaba. Descollar, sobresalir. Fui rigurosa con el para romperle su egolatría. Pero no hubo caso. Todo salió al revés y el resultado fue engordar al monstruo.
“Si Juan Amadeus le revelaba mi secreto al mundo se hubiese acabado el sacrificio de los músicos; y sin ese sacrificio no hay esencia, no hay alma, no hay belleza y yo hubiese muerto en la miseria de la mediocridad. Ya bastante mediocridad hay en el mundo de los músicos como para permitir que lo primordial se acabe. Lo tuve que matar.
-Defensa propia.-Acotó mi compañerito.
-Veo que al niño le caigo bien. Quizás fue defensa propia. De todas formas, otro camino no me quedaba. Hasta pronto. –Saludó La Música y se esfumó en el aire.
El comisario nos tocó las cabezas y dijo:
-Vamos. Esto se acabó.
Y comenzamos a caminar buscando la salida. Mientras andábamos, Chelito y yo cruzamos palabras.
-¿Cómo supiste que fue ella? –Le pregunté.
-Cuando volví en si en el patrullero me lo dijo mi rodilla izquierda. Si hubiese tenido las dos rodillas sanas, descubría todo en el mismísimo instante en que el comisario llegó a la cancha.
-¿Hasta cuando vos y el comisario se van a tratar de “usted”?
-Es una cuestión profesional.
Eso fue todo.
Epilogo
Como todavía no eran las once y media de la mañana de aquel sábado sin escuela, glorioso sea el Niño del viento; y en vista de que nunca mas trabajaríamos haciendo de enanos para el querido Papá Noel, decidimos regresar al club 20/21 a ver si podíamos terminar el picado.
El comisario nos dejó en la puerta del club y le habló al diminuto detective.
-Lo felicito, Sir Gómez. Lo suyo fue impecable. Estoy orgulloso de usted.
-Muchas gracias. Yo también estoy muy orgulloso de usted. Es un buen hombre.
-¡Pero eso no quiere decir que no le pregunte a la mamá si te dejó venir!! ¡Hasta donde yo sabia, estabas en penitencia! ¡Y más te vale que te vea en el almuerzo, mocoso atrevido!
-Si, papá.
Y aquí termina esta historia del Chelito Gómez, hijo travieso del comisario del Barrio y el más genial detective de todos los tiempos. Cabe acotar que siguió en penitencia. Un poco por desobediente y otro poco por mentirle tanto al bueno de Papa Noel. Nadie es perfecto.
miércoles, 2 de julio de 2008
CAPITULO DIECISIETE
El eterno velorio de Vicenta
Vicenta no nació en El Barrio, pero cruzó “La frontera” mucho, mucho antes de mi nacimiento. O sea: mucho, mucho. Se cuenta que estuvo enamorada del General San Martín. En secreto, en silencio. Hombre casado y con hija. “Una no debe andar entrometiéndose en esas cosas”. Era mujer de otros tiempos. Sin embargo, perdió todas las esperanzas cuando el militar emprendió la campaña de los Andes. “¡Loco! ¡Cruzar la cordillera y en camilla! ¡Una no está para semejante mala sangre!” Así pues, mientras su amado cruzaba los Andes, Vicenta cruzaba la frontera. Que no es lo mismo.
Así como cualquiera de nosotros ofrece una fiesta en su casa, con gaseosas, tortas, globos, regalos sorpresas y música de Gabi, Fofo y Miliki, o en su defecto de los Bee Gees pero sin John Travolta, Vicenta ofrece su eterno velorio con el café más rico del universo. En serio. El más rico del universo.
A partir de las 18, 18:30 horas, aproximadamente, Vicenta abre las puertas de su hermosa casita rosa para que todos asistan a su velorio. ¿Requisitos? Llevar un jazmín. ¿La consigna? No llorar. Y eso es lógico. Vicenta no está muerta. Simplemente se hace la muerta. Muerta de amor.
Digamos que se trata de un velorio muy producido. Cajón de ébano con detalles de marfil e incrustaciones de oro. Todo un lujo. Piso meticulosamente encerado y paredes del color de la piel del durazno (si es que el durazno tiene piel). Luces tenues y música agradable. ¡Vamos, que velorios así no se encuentran por ningún lado!
Vicenta no necesita de maquillajes para ofrecer una imagen placentera. Mamá dice que Vicenta conserva la apariencia de los veinte (como mi Mamá) y que apenas le hace falta un poco de rubor para realzar el color de las mejillas. Menester que Vicenta no duda en poner en práctica, pues se trata de una mujer muy coqueta. Aun en su eterno velorio.
Luce un vestido largo, blanco y radiante, como el que usaba Mariquita cuando entonó el himno por primera vez. Que dicho sea de paso, Mariquita nunca falta al eterno velorio de Vicenta. Y no se preocupen, tampoco se le da por entonar ningún himno. Eso si, de vez en cuando se entrega a tararear “El país del revés” de Maria Elena Walsh. Mariquita es la que sirve el café.
Vicenta tiene el cabello rubio, largo y lacio. “Llovido” dirían algunos escritores rebuscados, como si la lluvia fuese sinónimo de crecimiento capilar o algo por el estilo. Me cabe acotar que Vicenta usa involuntariamente el cabello como escoba, pues lo tiene tan, tan largo que lo arrastra por el piso. De ahí el encerado tan meticuloso.
La rutina es exactamente la misma todos los santísimos días. Abre las puertas de su hermosa casita rosa y luego se mete en el cajón. Cruza las manos sobre sus pechos, cierra los ojos y comienza el velorio. Los días hábiles durara hasta las dos, tres de la mañana. Los fines de semana, suele durar hasta pasada las cinco. Durante los feriados “Sanmartinianos” Vicenta no atiende. Es comprensible.
Y así pues, va llegando la gente. Jazmín en mano, saludo en boca.
-Buenas tardes, Vicenta.
-Buenas tardes, Don panadero. El café esta en la cocina.
-Muchas gracias, Vicenta.
-De nada, Don panadero.
Y la casita de Vicenta se llena de vecinos y de no tan vecinos y de los que viven más allá de los no tan vecinos. Van todos. O sea, vamos todos. Y nadie llora. Y eso es lógico, porque Vicenta no está muerta. Se hace la muerta. Muerta de amor.
Pero claro está. Los recién llegados al Barrio cuando asisten por primera vez al velorio de Vicente, son los únicos que rompen en llantos al ver a tan joven y bella mujercita metida en el cajón. Entonces pues, Vicenta se ve en la obligación de abandonar la actuación y poner las cosas en su lugar.
-No sea tonto, hombre. No estoy muerta. Me hago la muerta. Muerta de amor.
Ya las cosas en su lugar, Vicenta le ofrece un café, un pedazo de torta y vuelve al cajón. ¡Y que el velorio continúe!
Y si. Se han producido algunos sustos. Y precisamente por desprevenidos. Es comprensible. Usted está llorando por esa joven en el cajón… ¡y de pronto! esa joven se incorpora y se le viene para darle explicaciones. Susto seguro y un buen motivo que nos hará despanzar de la risa. Rogamos por la proliferación de desprevenidos.
El eterno velorio de Vicenta para nosotros es agradable. De hecho, no es un velorio. Mas bien es un motivo para acompañar a Vicenta en lo que supongo serán sus horas de soledad.
A veces se cansa de estar acostada y se levanta y nos cuenta historias no oficiales de aquellos que hoy son próceres y Mariquita corrobora y nos sirve el café mas rico del universo y aprendemos la verdad que a los libros de historia parece perjudicar.
A veces se queda dormida.
Algunos opinan que el eterno velorio de Vicenta se trata de una inofensiva estrategia para mantener su economía. Vicenta es dueña de la florería de la esquina. La que vende únicamente jazmines. Mucho no nos importa. El eterno velorio es agradable.
Pero si debo ser sincero, confesaré que nunca he estado en un velorio de verdad. Ya lo saben, por este Barrio espectacular nadie muere. Simplemente llegan o nacen y luego están, y están, y están, y están. Y cuando digo están, digo estamos. Y si me preguntan por cementerios, me veré obligado a decir que en El Barrio no hay cementerios. Apenas hay uno y es muy pequeño. Está a la par del Bosque Encantado y en ese cementerio encontraran una tumba nada más. La de mi abuela Laura.
La otra noche ocurrió algo insólito y conmovedor en el eterno velorio de Vicenta.
Aburrido de estar en el techo de mi casa contemplando el cosmos y el trafico inagotable de naves espaciales extraterrestres con destino a vaya saber donde, me dije: “¿Y si nos vamos a tomar un cafecito a lo de Vicenta, así me olvido de tanta navecita tonta que no me deja ver las estrellas?”. “¡Bien!” Me respondí. “¡Vamos!”Y hacia allá fui. Con permiso de Papá y Mamá.
El velorio estaba como siempre. Agradable. Los pisos encerados, las paredes con su color tradicional (Si es que existe el color tradicional) las luces tenues, música placentera (Me dijeron que se llama Música Lounge) Mariquita sirviendo el café a la concurrencia y Vicenta metida en su cajón de ébano con detalles de marfil e incrustaciones de oro. Todo un lujo.
A eso de las 22, 22 y un par de minutos, ingresó al velorio un hombre de mediana estatura. Traía atuendos oscuros y gruesos, botas de montar y un sable. Sus ojos eran nobles, su perfil aguileño y toda su humanidad presentaba el síntoma de los que acaban de cruzar “La frontera” guiados por el croto del pañuelo afgano. ¡Qué cambalache!
-He llegado tarde- Exclamó con un hilo de voz al ver a Vicenta en el cajón y casi se derrumba de rodillas al piso. (Meticulosamente encerado)
Al escuchar esas palabras, Vicenta abrió los ojos y sus pestañas hicieron “Plink” Inmediatamente se incorporó de su cajón para luego caminar hasta el hombre.
-¡Por la camilla que me cruzó los Andes y el bueno de Cabral! El amor la ha resucitado.
-No sea tonto, mi General. No estaba muerta. Me hacia la muerta. Muerta de amor.
-No me diga General, Vicenta mía. Dígame José.
Y se encontraron en un abrazo que se prolongó por una eternidad de cuatro o cinco minutos. Más o menos. Luego el hombre le besó la frente y ella suspiró.
-Estoy cansado, Vicenta. Estoy cansado...
-Aquí podrá descansar, mi José.
-Todos los años me recuerdan y me nacen y me mandan a las batallas y al frío de los Andes y me hacen morir en tierras lejanas y me llevan flores a todas esas estatuas que no soy yo. Yo soy este, Vicenta, este que ha venido por usted.
-Quédese tranquilo, José. Todo eso ya pasó. Aquí podrá vivir como un hombre...
-Gracias, Vicenta.
-De nada, José.
Y eso fue lo que pasó la otra noche en el eterno velorio de Vicenta.
Hoy, José atiende la florería de la esquina y de vez en cuando nos cuenta la historia no oficial de aquellas victorias. Cosa que a la maestra no le agrada ni medio, pero ante semejante fuente fidedigna mucho que no puede protestar.
Y en cuanto al eterno velorio de Vicenta...Bueno, ahí sigue. Como todas las cosas agradables que suceden en el barrio.
Vicenta no nació en El Barrio, pero cruzó “La frontera” mucho, mucho antes de mi nacimiento. O sea: mucho, mucho. Se cuenta que estuvo enamorada del General San Martín. En secreto, en silencio. Hombre casado y con hija. “Una no debe andar entrometiéndose en esas cosas”. Era mujer de otros tiempos. Sin embargo, perdió todas las esperanzas cuando el militar emprendió la campaña de los Andes. “¡Loco! ¡Cruzar la cordillera y en camilla! ¡Una no está para semejante mala sangre!” Así pues, mientras su amado cruzaba los Andes, Vicenta cruzaba la frontera. Que no es lo mismo.
Así como cualquiera de nosotros ofrece una fiesta en su casa, con gaseosas, tortas, globos, regalos sorpresas y música de Gabi, Fofo y Miliki, o en su defecto de los Bee Gees pero sin John Travolta, Vicenta ofrece su eterno velorio con el café más rico del universo. En serio. El más rico del universo.
A partir de las 18, 18:30 horas, aproximadamente, Vicenta abre las puertas de su hermosa casita rosa para que todos asistan a su velorio. ¿Requisitos? Llevar un jazmín. ¿La consigna? No llorar. Y eso es lógico. Vicenta no está muerta. Simplemente se hace la muerta. Muerta de amor.
Digamos que se trata de un velorio muy producido. Cajón de ébano con detalles de marfil e incrustaciones de oro. Todo un lujo. Piso meticulosamente encerado y paredes del color de la piel del durazno (si es que el durazno tiene piel). Luces tenues y música agradable. ¡Vamos, que velorios así no se encuentran por ningún lado!
Vicenta no necesita de maquillajes para ofrecer una imagen placentera. Mamá dice que Vicenta conserva la apariencia de los veinte (como mi Mamá) y que apenas le hace falta un poco de rubor para realzar el color de las mejillas. Menester que Vicenta no duda en poner en práctica, pues se trata de una mujer muy coqueta. Aun en su eterno velorio.
Luce un vestido largo, blanco y radiante, como el que usaba Mariquita cuando entonó el himno por primera vez. Que dicho sea de paso, Mariquita nunca falta al eterno velorio de Vicenta. Y no se preocupen, tampoco se le da por entonar ningún himno. Eso si, de vez en cuando se entrega a tararear “El país del revés” de Maria Elena Walsh. Mariquita es la que sirve el café.
Vicenta tiene el cabello rubio, largo y lacio. “Llovido” dirían algunos escritores rebuscados, como si la lluvia fuese sinónimo de crecimiento capilar o algo por el estilo. Me cabe acotar que Vicenta usa involuntariamente el cabello como escoba, pues lo tiene tan, tan largo que lo arrastra por el piso. De ahí el encerado tan meticuloso.
La rutina es exactamente la misma todos los santísimos días. Abre las puertas de su hermosa casita rosa y luego se mete en el cajón. Cruza las manos sobre sus pechos, cierra los ojos y comienza el velorio. Los días hábiles durara hasta las dos, tres de la mañana. Los fines de semana, suele durar hasta pasada las cinco. Durante los feriados “Sanmartinianos” Vicenta no atiende. Es comprensible.
Y así pues, va llegando la gente. Jazmín en mano, saludo en boca.
-Buenas tardes, Vicenta.
-Buenas tardes, Don panadero. El café esta en la cocina.
-Muchas gracias, Vicenta.
-De nada, Don panadero.
Y la casita de Vicenta se llena de vecinos y de no tan vecinos y de los que viven más allá de los no tan vecinos. Van todos. O sea, vamos todos. Y nadie llora. Y eso es lógico, porque Vicenta no está muerta. Se hace la muerta. Muerta de amor.
Pero claro está. Los recién llegados al Barrio cuando asisten por primera vez al velorio de Vicente, son los únicos que rompen en llantos al ver a tan joven y bella mujercita metida en el cajón. Entonces pues, Vicenta se ve en la obligación de abandonar la actuación y poner las cosas en su lugar.
-No sea tonto, hombre. No estoy muerta. Me hago la muerta. Muerta de amor.
Ya las cosas en su lugar, Vicenta le ofrece un café, un pedazo de torta y vuelve al cajón. ¡Y que el velorio continúe!
Y si. Se han producido algunos sustos. Y precisamente por desprevenidos. Es comprensible. Usted está llorando por esa joven en el cajón… ¡y de pronto! esa joven se incorpora y se le viene para darle explicaciones. Susto seguro y un buen motivo que nos hará despanzar de la risa. Rogamos por la proliferación de desprevenidos.
El eterno velorio de Vicenta para nosotros es agradable. De hecho, no es un velorio. Mas bien es un motivo para acompañar a Vicenta en lo que supongo serán sus horas de soledad.
A veces se cansa de estar acostada y se levanta y nos cuenta historias no oficiales de aquellos que hoy son próceres y Mariquita corrobora y nos sirve el café mas rico del universo y aprendemos la verdad que a los libros de historia parece perjudicar.
A veces se queda dormida.
Algunos opinan que el eterno velorio de Vicenta se trata de una inofensiva estrategia para mantener su economía. Vicenta es dueña de la florería de la esquina. La que vende únicamente jazmines. Mucho no nos importa. El eterno velorio es agradable.
Pero si debo ser sincero, confesaré que nunca he estado en un velorio de verdad. Ya lo saben, por este Barrio espectacular nadie muere. Simplemente llegan o nacen y luego están, y están, y están, y están. Y cuando digo están, digo estamos. Y si me preguntan por cementerios, me veré obligado a decir que en El Barrio no hay cementerios. Apenas hay uno y es muy pequeño. Está a la par del Bosque Encantado y en ese cementerio encontraran una tumba nada más. La de mi abuela Laura.
La otra noche ocurrió algo insólito y conmovedor en el eterno velorio de Vicenta.
Aburrido de estar en el techo de mi casa contemplando el cosmos y el trafico inagotable de naves espaciales extraterrestres con destino a vaya saber donde, me dije: “¿Y si nos vamos a tomar un cafecito a lo de Vicenta, así me olvido de tanta navecita tonta que no me deja ver las estrellas?”. “¡Bien!” Me respondí. “¡Vamos!”Y hacia allá fui. Con permiso de Papá y Mamá.
El velorio estaba como siempre. Agradable. Los pisos encerados, las paredes con su color tradicional (Si es que existe el color tradicional) las luces tenues, música placentera (Me dijeron que se llama Música Lounge) Mariquita sirviendo el café a la concurrencia y Vicenta metida en su cajón de ébano con detalles de marfil e incrustaciones de oro. Todo un lujo.
A eso de las 22, 22 y un par de minutos, ingresó al velorio un hombre de mediana estatura. Traía atuendos oscuros y gruesos, botas de montar y un sable. Sus ojos eran nobles, su perfil aguileño y toda su humanidad presentaba el síntoma de los que acaban de cruzar “La frontera” guiados por el croto del pañuelo afgano. ¡Qué cambalache!
-He llegado tarde- Exclamó con un hilo de voz al ver a Vicenta en el cajón y casi se derrumba de rodillas al piso. (Meticulosamente encerado)
Al escuchar esas palabras, Vicenta abrió los ojos y sus pestañas hicieron “Plink” Inmediatamente se incorporó de su cajón para luego caminar hasta el hombre.
-¡Por la camilla que me cruzó los Andes y el bueno de Cabral! El amor la ha resucitado.
-No sea tonto, mi General. No estaba muerta. Me hacia la muerta. Muerta de amor.
-No me diga General, Vicenta mía. Dígame José.
Y se encontraron en un abrazo que se prolongó por una eternidad de cuatro o cinco minutos. Más o menos. Luego el hombre le besó la frente y ella suspiró.
-Estoy cansado, Vicenta. Estoy cansado...
-Aquí podrá descansar, mi José.
-Todos los años me recuerdan y me nacen y me mandan a las batallas y al frío de los Andes y me hacen morir en tierras lejanas y me llevan flores a todas esas estatuas que no soy yo. Yo soy este, Vicenta, este que ha venido por usted.
-Quédese tranquilo, José. Todo eso ya pasó. Aquí podrá vivir como un hombre...
-Gracias, Vicenta.
-De nada, José.
Y eso fue lo que pasó la otra noche en el eterno velorio de Vicenta.
Hoy, José atiende la florería de la esquina y de vez en cuando nos cuenta la historia no oficial de aquellas victorias. Cosa que a la maestra no le agrada ni medio, pero ante semejante fuente fidedigna mucho que no puede protestar.
Y en cuanto al eterno velorio de Vicenta...Bueno, ahí sigue. Como todas las cosas agradables que suceden en el barrio.
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